Buscaron caminos y huyeron de la caverna

01 mar 2017 / 10:59 H.

Abundan quienes se jactan de conocer la provincia de Jaén como la palma de la mano, pero cuando “entras en harina” descubres que por muchos pueblos que dicen conocer bien, solo pasaron una vez en coche, o repostaron gasolina o simplemente tomaron un café. Y es que en la actual “Cultura del espectáculo”, la ignorancia va siempre disfrazada de una cansina verborrea histriónica. Y digo esto porque no hace mucho me pasó con alguien que con rotundidad aseguraba conocer bien el pueblo por el que hoy paseamos. Tras una simple y sencilla prueba, más rotundo fue rubor al reconocer que nada sabía sobre Ibros, encantador pueblo, con poco más de 3.000 habitantes y con un término municipal de 56 kilómetros cuadrados, que desciende desde una altitud de 700 metros por una de las laderas de La Loma de Úbeda y, estrechándose, baja hasta la ribera del Guadalimar que corre a fundirse, muy cerca de allí, con el Guadalquivir. Quien mejor describió este paisaje fue Juan Pasquau: “Tanto su emplazamiento, como su localización, responden al más claro sentido de la belleza, porque Ibros es un pueblo mimado por la naturaleza”.

Para empezar, recomiendo hacerse de un plano del casco urbano e ir descubriendo entre los pliegues cartográficos, que los ibreños saben bien lo que buscan, algo que se puede probar paseando y cavilando con el mapa. En su historia, si hubo algo que no se hizo al azar, fue su desarrollo urbanístico, diseñado de forma latente en su alma colectiva. Los ibreños, por su carácter, siempre lucharon por ensanchar el mapa, uniendo primero los barrios altos con la zona del llano en el siglo XIX y, después, acercarse cada vez más a las afueras, al pie mismo del viejo camino, hoy carretera comarcal, que unía, como sigue uniendo, a Baeza con una de sus antiguas aldeas, Linares.

Recomiendo comenzar el paseo en el barrio alto, recorriendo calles, como la calle del Pilar, en donde se huele un aroma de solera que sale de sus casas de sencilla construcción, con fachadas limpias y blancas, dejándose sorprender por fachadas de viejas casas señoriales que perviven mezcladas. Puede seguir el paseo bajando por cualquiera de las serpenteantes calles en cuesta que van a dar a la zona más llana en donde se abren calles estrechas, irregulares, asimétricas, con rincones caprichosos, con casas encaladas y cubiertas con tejas árabes, con sus vanos enrejados. Domina este espacio de la zona de abajo la plaza en la que se alzan Ayuntamiento y parroquia. Al viajero puede darle la sensación de haber paseado por dos pueblos distintos. Y es hora de advertir, sin entrar en detalles, que no ando muy descaminado en sus impresiones, pues hasta el siglo XIX el espacio recorrido hasta ahora eran dos pueblos que, aunque adosados, tenían nombre y jurisdicción distintos. En la parte alta estaba el pueblo conocido como “Ibros El Señorío”, perteneciente a la Casa de los Santisteban, y en la parte baja del llano estaba la aldea de Baeza llamada “Ibros El Rey”, por ser tierras de realengo.

Cuando, ya unidos ambos núcleos en el siglo XIX con nombre común, los ibreños siguieron extendiendo el plano por Triana, El Prado o San José, a la vez que consolidaban como arteria principal lo que solo era un acceso de las afueras hasta la plaza del Ayuntamiento. Y lo hicieron dándole prestancia, construyendo nobles y suntuosos edificios y abriendo comercios y establecimientos públicos que se iban acercando a la población a la vera misma del camino por donde las gentes iban y venían, como iban y venían las ideas y las riquezas. Cuando el siglo XX empezaba, ya en el mapa aparecían nuevos y más poblados espacios al borde de la carretera, mientras los más pobres seguían en su barrio alto, las clases medias buscaban lugares intermedios y esa oligarquía ibreña tan peculiar y poderosa, ya vivía, y valga la ironía, al calor de los caminos. Había que buscarse la vida, algo sobre lo que el viajero oirá variedad de frases que, convertidas en tópicos, forman ya parte de la leyenda.

Aconsejo acabar el paseo en la plaza por la que se accede al pueblo desde la carretera. Si ya ha ido conociendo la geografía rural y urbana, quizás sea aquí en donde pueda encontrar tiempo y personas con quienes conversar para conocer la geografía humana de la población. Y antes de alejarse del pueblo no deje de entrar a alguno de los bares de esta plaza, verdadero portal de la población, y presenciar una de las costumbres de sus gentes, la de “hacer la postura”, que no es otra cosa que tomar unos vinos y tapear, mientras los grupos de amigos alternan conversando sobre todo y sobre todos, sin mirar el reloj, razón por la que los ibreños se han ganado la fama entre los pueblos vecinos de ser quienes más tarde almuerzan.

Si tuviera que añadir algo más por lo que se distingue a un ibreño, aparte del ya referido tesón, diría que son gentes con una muy crecida autoestima (¡De Ibros... y muy de Ibros!) y que, gracias a ella, mantienen un fuerte sentimiento colectivo de independencia ante los pueblos vecinos, incluida la mismísima Baeza. Es también la fuerte autoestima la que los hace los mejores embajadores de su pueblo en todo el mundo, no solo repitiendo hasta la saciedad el tópico jocoso de que cuando Colón llegó a América ya encontró viviendo allí a un ibreño, sino que, además, no desaprovechan ocasión para hablar, hasta cansar, con ese acento peculiar que los delata, de su “Remediadora”, de sus murallas ciclópeas, de su gastronomía y de sus costumbres.

Yo debo mucho de mi conocimiento de este pueblo a granes embajadores y buenos amigos, como los periodistas Antonio Garrido y José Antonio M. Liébana, así como a mi compañero sacerdote Pedro Garrido. Para pasear por Ibros mejor no dejarse llevar por textos de viajeros que solo repiten los tópicos que hablan de los ibreños como gentes bravas, divertidas y listas; gentes industriosas y buscavidas, arbitristas y simpáticos. Es lo que hace Cela en su “Primer Viaje Andaluz” , que apuesto escribió de oídas en la pensión baezana en donde se hospedó durante su bien remunerado viaje para escribir el libro de marras.