Aute & Bosé

11 abr 2020 / 11:33 H.
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Entre esta vorágine de personas que nos han dejado en estos fatales días y cuya pérdida lamentamos —acabo de conocer también la partida de Josep María Benet, dramaturgo de pro y hombre de teatro donde los haya— no puedo dejar de detenerme en dos figuras que han abandonado el escenario mundano para trasladarse a otros bolos más allá de la pantalla, el telón o las tablas que aquí les acogieron.

Son Luis Eduardo Aute y Lucía Bosé. Dos hitos de eso que se ha dado en llamar “la cultura” y que han llenado sueños, alimentado anhelos y elevado conciencias con su música, su arte e, incluso, su postura ante determinados escollos de la historia que vivieron, que vivimos.

Lucía nunca pudo sobreponerse al férreo control del “torero” como ella llamaba a Dominguín. Las normas de aquel nacionalcatolicismo se le hacían sogas que le impedían desarrollar esa libertad que traía de su Italia natal hasta que decidió romper su matrimonio y dedicarse de nuevo al cine. Todos la recordamos en aquella brumosa carretera de la España gris, en un cuidado blanco y negro, huyendo tras el atropello al ciclista de Bardem. Su paso por las pantallas venía ya de la mano de Fellini o los Taviani.

Lucía, ya retirada, se envolvió en un azul más intenso que el cielo que poblaban los ángeles de su museo y por el que ya cabalga, libre finalmente, a lomos de, quizá, aquellas confesiones de “la Señora García” que le hizo a Marsillach en la recordada serie de TVE. También azul, aunque de tétrica mañana, era del cielo de “Al alba”, esa canción que no siempre supimos que tenía como base el dolor de un preso por un futuro que terminaba al amanecer. Aute, muy dado a las canciones con más lecturas que las que suponía la censura del régimen, también navegó por otro azul, el de un mar repleto de rosas, buscando “un amor que quiera comprender la alegría y el dolor, la ira y el placer” mientras que “de alguna manera” esperábamos que dieran “las cuatro y diez”. Aute, y quizá también Lucía, fueron una vez aquel “niño que miraba al mar”, al horizonte en el que podrían estar prendidos “los besos que guardamos, que no damos, o los abrazos vestidos de promesas hechas un verano con la orquestilla de fondo. Una canción, un fotograma, un verso, una mirada, un toque de pincel sobre el blanco lienzo de la creación brotada de una musa a la que interrogar... “Ay, ay, las musas. Cuando les pregunto a las musas de dónde sale, de donde viene una canción”. Mientras ellos les preguntaban nosotros solo podíamos ansiar que les siguieran visitando, que pudiéramos gozar una y mil veces del susurro de su voz, de sus ojos de celuloide, de su afán por hacernos ver las no siempre felices facetas de ese “feo mundo inmundo” en que, ya ves, ¡qué cosas se me ocurren, todo esto es tan pueril, si sólo yo pasaba, pasaba por aquí!

Aute y Bosé nos han dejado con el “play” dispuesto para disfrutarlos en esta isla confinada en que nos quedamos. Ambos nos han legado un botín del que nunca podremos desprendernos: Para que no tengamos miedo de estar solos. Solos en el universo. No nos hace falta la luna, ni tan siquiera la espuma. Nos bastan solamente dos o tres segundos de ternura. Y en ella nos mecemos y soñamos. En su voz, en sus cuadros, en sus películas, en su abrazo. Sí. Abrazados podremos ir bailando pronto por la vida. Mientras tanto queda la música...

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