Arrimados al buen árbol

22 jun 2017 / 11:50 H.

En otras épocas —hace bien poco, ciertamente— había muchísimas más diferencias entre clases y menos permeabilidad social, lo cual no quiere decir que nuestra situación actual sea idílica, pero algo mejor que antes estamos, qué duda cabe. No comparemos. Casarse con un rico heredero resultaba óptimo para cualquier aspiración de futuro por parte de los desheredados, y la historia de los parias y la literatura en general está repleta de estas fantasías, hasta hoy. Habría mucho que argumentar, desde luego. Baste recordar que Linares encabeza la tasa de paro más alta de España, así que algo estamos haciendo mal desde hace décadas, desprotegidos por la desindustrialización, deslocalización... Cástulo no fue famosa por Aníbal o Himilce, sino por su riqueza minera. Ahora la gente aspira a vivir, que sencillamente se ha convertido en sinónimo de sobrevivir. Y esto se reduce a muy poco, con una serie de necesidades básicas cubiertas y cierta estabilidad, siempre relativa, dependiendo de quién se trate. El otro día me chirrió el concepto de “clase media” al aplicárselo una persona bien aburguesada, refiriéndose a ella misma con humildad. Demasiada humildad... ¿De qué depende? A eso quería ir, porque hemos asistido a un ascenso hacia posiciones “críticas” de ciertos estratos acomodados, alardeando de anticapitalismo y rebeldía. Con causa o sin causa, qué más da. No hace falta un pedigrí pero sí al menos pudor respecto a los que nunca lo tuvieron tan fácil. A ver. Hay que establecer diferencias. No somos todos iguales. Estos desclasados de la comodidad, rogando y con el mazo dando, se han instalado en los intersticios del desahogo amparados por papá y mamá, arropados por una sociedad endogámica —sucediéndose de padres a hijos— que los aúpa y protege. Obviamente no hay ninguna clase social que asegure que el pensamiento crítico sea más “auténtico” que otro, ni postura moralmente más ética que otra, pero avergüenza ver cómo se reproducen en tantos sectores las mismas estructuras de poder, maquillado de democrático, y luego en muchos casos van de radicales extremistas de la izquierda más pura. No. No hay escapatoria tampoco para ellos, porque además es mucho más flagrante, y no voy a callarme. A un siglo de la Revolución Rusa quedan al descubierto estas prácticas estalinistas, y esto sí que es casta, de la que tiene caspa, aquí y allí, ahora y entonces. Basta ya de profetas. Los cambios, en ese sentido, mejor si vienen poquito a poco, con transiciones reconocibles y voluntad de transformación. Esos son los que calan. Porque mucho se habla, poco se actúa, y la gente —esa que engrosa la lista del paro— termina conformándose con este tipo de violencia, también implacable, aunque menos evidente, sí, pero violencia. Cada uno por su cuenta, saltamos como el cristal, a la mínima. Después los indignados se encierran en su casa, se frustran con la realidad que les ha tocado vivir, y acaban evadidos con las chucherías que nos deja de margen el consumismo y la telebasura. De eso sobra. Así muestran su inconformismo, aunque parezca paradójico. De ahí la apatía. Y esos son los verdaderos indignados, los que no van a las manifestaciones, los que no se rebelan, los que no tienen “tanta conciencia social”, pues aquellos que presumen de tenerla, ¿para qué la quieren, para seguir perpetuándose en el poder, arrimados al buen árbol?