a un portero suplente

23 oct 2016 / 11:34 H.

Anquela me metió un gol una tarde lluviosa de entrenamiento en el viejo estadio Matías Prats de Torredonjimeno. El Real Jaén solía jugar un partidillo de preparación de vez en cuando con el club tosiriano y, la vez, preservaba el césped de La Victoria en días de lluvia. El albero amarillo del área estaba embarrado. Apareció cerca del punto de penalti, controló, remató en un segundo y no tuve más remedio que sacar el balón de la red. Ya era previsible que el menudo delantero jiennense jugaría en Primera División, aunque no podíamos imaginar que la fama le llegaría como entrenador y con el alcorconazo, aquel varapalo histórico al poderío del Real Madrid del modesto equpo madrileño. En la otra portería paraba Jacinto Barroso, alto rubio e inasequible, como sacado de la genealogía de porteros alemanes cuyo vértice ocupa Sep Maier. No recuerdo quién entrenaba al Real Jaén; a nosotros nos enseñaba el Catón del fútbol el gran Manolo Ureña, una leyenda viva del deporte tosiriano.

No fue ese el mejor gol que encajé. El centro le vino desde la derecha y Juan Estrella remató de cabeza en el borde del área. Me quedé con el molde mientras el balón entraba ajustado al larguero, cerca de la escuadra derecha. Era un partido del campeonato de verano local de mi pueblo, entre equipos de amigos. Algo serio, muy competitivo, que divertía las tardes de agosto pese al soletazo que calentaba las gradas de cemento y te hacía sudar la gota gorda embutido en el jersey, con rodilleras y guantes de lana. La tribuna solía estar llena. Yo jugaba en el Aquelarre, equipo de compañeros del instituto. Vestíamos como el Rayo y así metió Estrella el balón en mi portería. Pasa por ser el mejor delantero centro que ha dado el fútbol tosiriano. Pudo jugar en Primera, pero decidió centrarse en sus estudios de Medicina. Mi padre, que es del Atlético de Madrid, me decía que le recordaba a José Eulogio Gárate Hormaechea porque era técnico, buen rematador y elegante, como el delantero centro rojiblanco.

Rescato del fondo de armario futbolístico el debe, porque en el haber no recuerdo haber protagonizado tardes memorables ni paradas antológicas. Fundamentalmente porque sólo jugué un partido de titular en competición oficial con el Torredonjimeno. Primero Adolfo Álvarez (lo más parecido a Iríbar que se conocía por la zona) y después Miguelín paraban mucho más y mejor que un servidor. Manolo Ureña tenía confinza ciega en Adolfo, espigado, muy seguro. Y Vicente Cardoso, portero de Primera con el Zaragoza, decidió tras el primer partido de esa temporada (1975-1976 si no me falla la memoria) fichar a Miguelín, que venía de Jaén, un gato que con diez centímetros más hubiera llegado muy lejos.

Fui feliz jugando al fútbol, con mis compañeros y entrenadores, calentando el banquillo. Y me divertí viendo partidos y jugadores estupendos desde la grada. Recordando un pasaje de Las aventuras de Tom Sawyer pensé que esos goles y aquellas suplencias eran un buen bagaje para contar si hubiera que escribir de fútbol. Cuando Tom Sawyer desaparece, y se oculta en la isla del río, le dan por muerto. En el velatorio los amigos y vecinos cuentan sus correrías con el pícaro y uno de los chavales, que no era de la partida del personaje, deja una frase memorable:

–A mi Tom me pegó una vez...

Así que debuté en casa ante el Vilches, nervioso y consciente de que mi padre estaba en la grada. Jersey y pantalón azul, medias rojas, sin rodilleras, botas de tacos y guantes de lana amarillos con pintas negras de goma para atrapar mejor el balón. El primero me llegó por la izquierda, un centro a media altura que atajé sin problemas y me calmó los nervios. El segundo, una cesión que devolví con la mano. El tercero fue gol. El Vilches se puso por delante. Remontamos en el segundo tiempo y ganamos 2-1. Al siguiente partido ya estaba Miguelín dando un recital de paradas.

Aquel fútbol de ligas locales, provinciales y regionales era aficionado y tenía más luces que sombras. Evolucionó hasta convertirse en casi profesional o semiprofesional, con jugadores que alternaban entrenamientos y trabajo o estudios con otros dedicados exclusivamente a su práctica. Era más cercano, concurrido y mantenía cada domingo a nuestros pueblos y ciudades en vilo con el resultado en decenas de campos modestos. Serán los años que han pasado, pero la imagen que tengo es del Matías Prats siempre lleno. De niño me llevaba mi padre y, a veces, mi abuelo Miguel. Aquello era una congregación con referentes que no se olvidan. Juliana y Juan José, un matrimonio que nunca faltó a un partido durante décadas y que ocupaba siempre el mismo sitio en la grada, cuando no era habitual ver mujeres en la grada; Manolo Contreras (desde hace muchos años compañero en Cope Jaén) subiendo al campo por el paseo del parque con su impermeable azul oscuro y con el transitor pegado a la oreja; Paquillo El Añejo junto al marcador con los números preparados (era además el utillero del equipo) y Manolo Ureña de pie, al lado del banquillo, dando órdenes mientras la grada gritaba y animaba. Manolo era un entrenador de la vieja escuela, autodidacta, con mucho oficio y que acumuló una gran experiencia en cientos de partidos. A un entrenador se le mide también por su lenguaje gestual. Él lo dominaba: antebrazos y manos moviéndose a derecha e izquierda como si quisieran salpicar, en un mensaje inequívoco de que había que mover el balón y abrirlo a las bandas; o extendiendo los brazos y juntando los índices mientras gritaba a un jugador para que no se despistara en el marcaje.

En uno de esos partidos, Santamaría, un centrocampista fornido, me rompió las gafas al despejar un balón. Yo estaba en la grada, claro. Así que también puedo ufanarme de ese episodio, porque era una de las estrellas del equipo, junto a Blanca, Carrillo, Bueno Jurado, Rufino, Paco Pérez o Ignacio (apodado Zoco). El equipo, que llegó a jugar una semifinal del campeonato de aficionados con el Real Madrid (perdió la eliminatoria), siempre estuvo en ligas provinciales y regionales hasta que subió a Tercera, e incluso a Segunda B durante la controvertida aventura política de Javier Checa. Martos fue el referente en Tercera División durante años, con Úbeda y La Carolina; Real Jaén y Linares en la vanguardia del fútbol jiennense entre idas y venidas de Segunda a Segunda B y una clase media numerosa: Baeza, Villanueva, Mancha Real, Alcalá, Villacarrillo, Jódar, Cazorla... Barroso, Anquela, Urbano, Toto y Huertas jugaron en la liga de Primera, como Chumilla o Manolo Herrero y más recientemente Manu del Moral. Pero no eran los únicos pese a sus éxitos y presencia mediática en crónicas y entrevistas. La clase media tenía sus figuras y mantenían a las aficiones expectantes cada pretemporada. ¿Quiénes vendrán este año al equipo? Comentarios y especulaciones en bares y corrillos atentos a los fichajes.

–Este año hay que sacarse el abono porque vienen dos o tres buenos–, decía el aficionado.

Los buenos podían ser en la época dorada de los 60 o 70 Machado, Borrego o Modesto, entre otros. Después, Serrano, Juan Ramón, el mayor de los Huertas, Mateos, o Mateíllo, se le decía en mi pueblo cariñosamente a aquel jugador bajito y recio con un tren inferior a lo Torpedo Müller; incluso se especuló con la llegada de Muñoz, un futbolista que jugó, entre otros, en el Mancha Real, Baeza, Real Jaén y Villanueva. Gente joven con ilusión y ganas que amaban el fútbol y a los que quería la afición, exigente siempre con los forasteros del equipo, a los que miraba con lupa.

He visto a la afición de Beas animar a un compañero, Teva, delantero centro de gran talento y hoy excelente profesor de Matemáticas, y pedir insistentemente que le pasaran el balón para verle regatear. También le tuve que quitar el jersey a Adolfo tras un partido en un campo de cuyo nombre no conviene acordarse, con los guantes puestos para no mancharme con los salivazos que le había estampado la afición del fondo gol, como se dice hoy (antes, la que se ponía detrás de la portería y tocaba las redes). Así era también el fútbol modesto. Los episodios multitudinarios de violencia eran una excepción, pero la agresión verbal en la grada contra el árbitro, nada más salir al campo (por si acaso) y contra ,el equipo contrario era y sigue siendo insufrible. En eso no ha cambiado nada en el haber de este deporte.

En las aulas y en las escuelas deportivas puede estar la solución paulatina para que un campo de fútbol se parezca cada vez menos a lo que un compañero de estudios, dibujante y articulista, definió como un desalojadero de instintos infrahumanos sobre un dibujo de un estadio cuyo perímetro colgaba de la cisterna de un retrete, con su cadena y todo. Una exageración, dijo el profesor que supervisaba la revista, aunque no la censuró.

Esa clase media futbolística, clubes y equipos, perdió fuelle cuando la televisión nos llevó los partidos al salón de la casa en una vorágine espectacular de partidos, competiciones y medios técnicos que agigantan el fútbol como espectáculo, su negocio y sus contradicción, cuando no los graves problemas sociales que provoca en su ecosistema la invasión de los bárbaros del norte, del sur, del este y del oeste. Ni ese ni otros escándalos parecen tener freno en los despachos de esa arquitectura institucional desprestigiada que maneja este deporte a su antojo. Fútbol es fútbol, dijo Boskov, aquel entrenador del Real Madrid, en una definición tan precisa como ambigüa, contradictoria, como se ha convertido no el juego si no sus circunstancias. Ya no mandan los aficionados, si es que alguna vez tuvieron alguna autoridad más que la de sus pitos o aplausos. Lo que nadie les puede arrebatar es esa comunión cuando se congrega en la grada con el equipo en una liturgia de sobra conocida que reparte felicidad o frustración, según ganes o pierdas (nunca se socializó tanto) que sangra, literalmente, por su ángulo más oscuro, ese que habría que eliminar tirando de la cadena de la cisterna.

En realidad escribir ahora de fútbol y del fútbol es para reconocer a aquellos y estos clubes y futbolistas modestos, los de la clase media; aquellos campos llenos lloviera o tronara. También porque sería bueno que los campos volvieran a llenarse y que la élite resolviera sus problemas: que el Real Jaén pueda formar gobierno y darle estabilidad a su legislatura; que cuaje el llamado nuevo proyecto del Linares y que los recién llegados del Mancha Real se queden donde están. Que cada pueblo y ciudad tenga el fútbol que pueda permitirse, que los ayuntamientos no tengan que sacar de donde no hay y que no sucumban a los regates de salvaclubes que llevan el proyecto alicatado hasta le techo con entrenador, secretario técnico, jefe de marketing, equipo médico y autobús serigrafiado en un maletín y en otro los papeles que realmente le interesan, con planos, cifras y coeficientes de edificabilidad. Repasemos, si no, la hemeroteca de los últimos quince años en la provincia. Pese a todo no han podido con el fútbol y con la gente del fútbol. Hace unos años, en el aeropuerto de Santander, tuve una buena conversación con Iñaki Gabilondo y con Jordi Martí, sobre aquel fútbol que no estaba todavía aquejado de gigantismo. Recitaba el maestro de la radio alineaciones de la Real Sociedad de memoria; definía grandes jugadores y acabamos hablando de una genración de defensas muy duros. El Granada tuvo dos Fernández y Aguirre Suárez, que en un partido se llevaron por delante a Amancio, lesionado. Años despuésle preguntaron a Amancio en una entrevista en qué momento de su vida deportiva pasó más miedo.

–Cuando escuché a Aguirre Suárez decir: déjamelo a mi que le voy a partir las dos gambas.

Fútbol es fútbol, diría Boskov.