Adaptarse es sobrevivir

13 sep 2018 / 12:00 H.

G ran parte de la visión folklórica y verbenera que este país sufrió durante décadas la tiene —la tuvo— el señor Fraga Iribarne, quien en el desarrollismo de los sesenta adoptó el famoso lema o eslogan “Spain is different!” para atraer a turistas e inversores. La España de los serenos, la España de Paco Martínez Soria llegando a Madrid con el cabrito en La ciudad no es para mí (1966), marcaba una pauta diferente, sí señor, en una apología del campo al estilo de El villano en su rincón, de Lope de Vega, pero para los cines y, después, repetida hasta la saciedad en la tele. Dañinos perfiles del cateto que resulta no ser tan cateto, listillo y vanidoso de su catetez, la idílica vida rural bebiendo de la bota y jugando al dominó en el casino. La construcción de la imagen de España ha estado marcada por una nefasta ideología —y consecuente propaganda— ultraconservadora, que no necesitamos preguntar a quién favorecía. En ese sentido, los tópicos no jugaron nunca a favor, entre los últimos coletazos de la leyenda negra y la pátina de normalidad del franquismo. Durante las dictaduras, los esfuerzos se concentran en otorgar precisamente normalidad a lo anormal, de manera que la gente —la de a pie, que es aquí la protagonista— acaba transigiendo con lo innombrable. Como cualquiera de las identidades nacionales del planeta, la propia historia pesa más de lo que debería enorgullecer... Los Chichos, con su inimitable canción «Qué tendrá Marbella, / qué tendrá la costa, / que todo el que llega / allí se coloca, ¡coloca, coloca!», retrataron a finales de los setenta la Transición, esa época que desembocó en el tristemente célebre pelotazo de todos conocido, pues ya se sabe que de aquellos polvos, estos lodos. A nuestro tradicional cliché de vagos que bailan y cantan rumbas, o noches de discoteca y feria, había que sumarle el asunto del sol, sí, el astro rey que aporta un plus en la elección de destinos de los veraneantes del norte: en el verano, a las diez todavía es de día, extrañamente se almuerza a cosa de las tres, y más extrañamente le decimos mediodía a las dos, que es más o menos la hora de la caña o el aperitivo... Ahora, con buen criterio el gobierno de Sánchez está estudiando y discutiendo de nuevo, no solo no cambiar las manecillas del reloj cada otoño o primavera, sino adaptar el horario español al paralelo que le corresponde, porque mucho mejoraríamos en sueño, salud mental, emocional y rendimiento laboral. Los ritmos se tornarían más lógicos, teniendo en cuenta que llevamos el reloj adelantado, mientras que el sol va una hora de retraso. Falta hace acompasar ambos relojes para que España deje de ser diferente y disfrutemos de jornadas normales, al menos desde el punto de vista de las costumbres de este mundo de hoy que, dicho sea de paso, es todo menos normal. Pero al menos acomodemos las clepsidras y dejaremos de dar esa visión distorsionada y de sainete de un Estado incapaz de sacudirse el olor a incensario y el murmullo de las sotanas, vayamos hacia el laicismo y la horizontalidad ciudadana. Mucho queda por hacer, si se trata de modernizarse, y la brecha salarial es lo que más preocupa, aunque desde luego el cambio de hora se plantee importante, y quizá más sencillo de inicio. Se viene reclamando desde hace años y hay que adaptarse. Adaptarse es sobrevivir. Pero eso es solo también de inicio.