Se apagan las luces

    27 jun 2018 / 08:26 H.

    Visualicen un escenario en que los papeles protagonistas de la representación responden a un alumnado y a un profesorado. Imaginen la persona que ha dirigido el espectáculo sentada en medio de ese espacio, focalizada su figura a través de una luz fija que se mimetiza con el estado de ánimo del presunto sublime personaje que ahora lleva la acción, la misma persona que, como una especie de demiurgo, decide el minuto exacto en que todo será, simplemente, un recuerdo, una finalización de etapa, para pronto comenzar otra nueva y así hasta el infinito. La voz declamadora entona así una especie de panegírico dirigido a ese conjunto de adolescentes que serán el futuro de nuestro país, lo sé, es algo manido, recurrente, casi cursi, pero el recuerdo de un curso, las vivencias que conlleva, el esfuerzo, tesón, voluntad... horas buenas, y otras que no lo han sido tanto, son en realidad el conjunto de experiencias que nos hacen fuertes tanto a docentes como a discentes, tanto a maestros y maestras, como a discípulos y discípulas, soportes indispensables para que la rueda siga girando como un reloj de precisión suiza. Acaba un curso y con él se cierra, ¿simplemente?, un capítulo más del libro que tiene la capacidad de reescribirse a sí mismo año tras año. La función del maestro o de la maestra es algo digno de tener siempre en cuenta, más en una sociedad en la que casi todo vale y en la que se nos viene igualando por debajo. Respetar a esas personas que día a día no solamente cumplen su función de enseñar Sociales, Lengua o Matemáticas, sino que ejercen, o así debiera ser, de soportes indispensables para la educación de nuestros hijos, hijas, nietos, nietas, se hace más que necesario. Ese maestro o esa maestra de pueblo, de ciudad o de donde fuere, debiera tener la misma categoría o reconocimiento social que, por ejemplo, en Japón, ya que es el único profesional que no precisa reverenciar al emperador por la importancia que tiene allí la figura del profesor: “En una tierra donde no hay profesores, no puede haber emperadores...”. ¡Qué lejos nos pilla esto, desgraciadamente!, pero no se olviden que para quienes amamos la enseñanza, nos seguirá pareciendo la profesión más bonita del mundo.