Pasarse de la raya

18 oct 2018 / 11:30 H.

En otros tiempos, esto de las corridas de toros, cuando la Fiesta empezó a funcionar como espectáculo de pago, porque no siempre fue así, la estructura del negocio taurino y la organización de cada feria estaba basada en el principio de la separación de poderes, de tal forma que cada sector defendía sus intereses frente a los demás. Los ganaderos criaban toros bravos y con trapío con propio criterio de selección, jugándose su prestigio en cada plaza. Los toreros se entregaban tarde a tarde y de plaza en plaza para ganarse uno a uno los contratos. El apoderado, cada torero tenía el suyo, defendía los intereses de su poderdante ante los empresarios. Los empresarios hacían sus cuentas contratando toros y toreros en función de la capacidad o las posibilidades económicas de cada lugar. Y los aficionados, en base a los gustos locales, ejercían el control de calidad, de toros y toreros, premiando la casta y la bravura de los primeros y la técnica, el valor y la torería de los segundos, de tal forma que la base de los carteles de cada año era compuesta con los triunfadores del año anterior. Ese era el sistema que garantizaba una mínima igualdad de oportunidades de los oficiantes y una garantía para los aficionados que, a través de peñas o comisiones, intervenían en la cuestión. Y todo, con permiso de la autoridad, que vigilaba el estricto cumplimiento del reglamento en una actividad donde el orden público podía verse alterado si al “respetable” —que así es como se llama al público en los toros— se le tomaba el pelo por unos o por otros. Esa separación de facto que marcaba el terreno de cada gremio no podía evitar que a veces surgieran roces y disputas. Es lo que hizo, por ejemplo, que los ganaderos, en defensa de sus toros, exigieran la puya con arandela y que se respetase la distancia mínima entre el toro y el caballo de picar en la suerte de varas. Por eso se pintaron las rayas en el ruedo, que más allá del ámbito taurino son una referencia gráfica excelente para explicar que en la vida, como en la lidia, hay unas reglas que se deben respetar y unas líneas que no se deben pasar. Hoy las cosas son de otra manera. La Fiesta de los Toros, especialmente en las capitales, no ha escapado tampoco a la globalización que afecta a muchos aspectos de nuestra vida y que está cambiando el modelo y las relaciones de poder político y económico. Y ocurre así, también en los toros, que no siempre manda el que parece que manda o el que figura como que manda, sino que, tapados entre barreras, o ni siquiera en la plaza, están los que dirigen el cotarro, haciendo y deshaciendo ferias —¡Ay, en lo que ha quedado la de San Lucas!— quitando y poniendo, o frenando en seco la carrera del que no sigue los caminos marcados por ellos. Un mismo empresario, que lleva varias plazas, puede tener su propia “cuadra” de toreros a los que busca entre sus propias camadas el toro más “colaborador”. Un sector monopolizado, el taurino, que empieza a decir ya que lo que sobra son los reglamentos, porque son un estorbo para la evolución de la fiesta y que para qué redactar reglas que no se van a respetar. Cosa que no nos debería extrañar mucho cuando fuera de los ruedos y con permiso del presidente, pasarse de la raya o saltársela a la torera, viene siendo un buen sistema para que unos cuantos acaben tratados de mejor manera.