Mendigos

15 feb 2019 / 09:02 H.

Cuando yo era un crío, recién terminada la contienda civil, los mendigos eran numerosísimos y se notaba más su presencia porque nuestra ciudad era más pequeña, tenía menos calles y más estrechas. En mi adolescencia, el número de gentes que pedían con angustia, por auténtica necesidad, había bajado considerablemente. Quedaban algunos que tenían su propia personalidad, eran mendigos con reparos, con cierto pudor y hasta orgullo.

No alargaban la mano a cualquier transeúnte implorando unas perras. Ellos tenían sus “proveedores”, seleccionados entre los más señoritos de la ciudad. El más relevante y popular fue el conocido como Pepe “el Largo”. Un hombre grande que, en invierno, iba envuelto en una vieja y sucia manta y una bufanda liada a su cabeza que cubría con una boina. Contaban quienes lo conocieron que Pepe fue un buen mozo, que hacía unas deliciosas almendras garrapiñadas que solía vender por las calles, ataviado con una impecable chaqueta blanca y un pañuelo de seda al cuello. Decían que su obsesión por la bebida arruinó su vida condenándolo a la miseria. Pepe no pedía a nadie, sólo se acercaba a los señoritos con los que tenía cierta afinidad y gozaba de sus simpatías y ya se encargaban ellos de darle lo que estimasen oportuno. No obstante, él tenía sus mañas, como aquella ocasión en que se asomó al bar “Los Corales”, el más selecto de la ciudad, y viendo que los señoritos no le hacían caso, les dijo: “¿Qué, me vais a dar algo o sacudo aquí la manta?”. Una de las personas que tenían la costumbre de dar a Pepe una ayuda era el popular Antonio Ramírez, conocido popularmente como “Porretas”. Antonio solía acudir por la noche al Casino Primitivo para echarse unas partiditas de cartas. Pepe lo sabía y, bien entrada la noche, solía esperar a que saliera recostado en las escaleras del vestíbulo del cine Darymelia. Una noche, Antonio salió más que de prisa y no vio que Pepe le esperaba. Viendo que se iba sin más, Pepe le gritó “¡Vaya usted con Dios, don Antonio!”. El aludido se volvió y se disculpó: “Perdona, Pepe, pero esta noche no te puedo dar nada porque lo he perdido todo en las cartas”. Y Pepe, airadamente, le recriminó: “No me diga que ha tenido usted valor de jugarse también mi duro”. Como este pobre había unos pocos más igualmente comedidos. Hoy los mendigos abundan a granel. La mendicidad es para muchos como si ejercieran un trabajo autónomo, o por encargo.