Las aguas de la Magdalena

21 ago 2018 / 12:08 H.

Siempre he querido conocer los caminos de las aguas de la Magdalena para acompañarlas en su travesía. Creo que sigo siendo, en cierta medida, el niño que creció en el barrio de la Magdalena, fascinado por el sonido de aquellas corrientes empapadas de historias, que se arrastran bajo el suelo, ajenas a nuestras cotidianas preocupaciones, rozando a su paso tesoros arqueológicos ignorados. Si pudieran hablar, qué de historias contarían. O puede que en cierto modo hablen, porque si escuchas su rumor, te transportan, gotean leyendas, fluyen poesía. Aguas íberas, romanas, aguas moras, aguas cristianas y judías, aguas eternas. Cauces míticos que vieron nacer y crecer al legendario lagarto de la Magdalena, que tras cometer sus fechorías buscaba la soledad del caudal primigenio para sentirse a salvo de sus perseguidores, refugiado en la sombría humedad.

El murmullo enclaustrado del plácido cauce del raudal de la Magdalena, monasterio del agua, albergue del preciado líquido, en el que los húmedos canales se detienen a meditar, lejos de la vorágine de la corriente. Ese lugar constituía, para mí, un santuario. Era la banda sonora de las ensoñaciones de mis primeros años, cuando me acercaba con precaución para tratar de escuchar los rugidos del lagarto, y en las largas tardes de la infancia disfrutaba de un hermoso concierto y lograba distinguir en ocasiones los gruñidos del monstruo en la lejanía.

Aguas de la Magdalena, espléndido caudal que arrastra la historia a su paso, discurriendo por cueva ignotas y estrechas y túneles de un olvidado laberinto lleno de secretos y de umbrías magias. Y que fluye hasta los restos de la vieja Mezquita situada frente al raudal, y allí reposan serenas en la alberca del patio de las abluciones. Benditas aguas que tal vez contagiadas por la naturaleza del recinto sagrado en el que se encuentran, se han librado milagrosamente de la destrucción, pues la mayor parte de la mezquita fue derribada en el medievo para construir la actual iglesia católica, pero el rectangular refugio de estas aguas, el estanque en el que se purificaron tantos moros un milenio atrás, se libró de los destrozos y reformas que se producen cuando un credo se superpone por la fuerza de las armas a otra fe.

Frescas y ricas aguas de la Magdalena que se ofrecen generosas para surtir los centenarios chorros de la Fuente de los Caños o del Pilar del Arrabalejo, y que surtían de líquida riqueza los baños árabes del actual Palacio de Villardompardo y los baños del Naranjo, y los baños de la judería; y otros cuyo emplazamiento yacen hoy día olvidados por casi todos, aunque estoy convencido de que las bondadosas aguas se saben el camino hasta sus ruinosas tuberías y a menudo riegan nostálgicas sus restos subterráneos. Y a todas esas maravillas, se une un lugar hermosísimo que apenas tuve tiempo de visitar en mi infancia y que he descubierto recientemente. Las aguas de la Magdalena también abastecían esa oculta joya renacentista que es el Monasterio de Santo Domingo. Bastión resistente de nuestra dilapidada herencia histórica, que ha sobrevivido, escudado en su discreción, el paso de los siglos y de los desmanes urbanísticos.

En la Iglesia de Santo Domingo tuvo lugar mi bautizo hace más de cincuenta años, tal vez por ese motivo, desde mi nacimiento, me siento unido a este maravilloso espacio en el que tuve el primer contacto con las mágicas y fascinantes aguas de la Magdalena.