La felicidad completa

21 jun 2018 / 08:20 H.

Parecía que no iba a asomar el calor este año, pero como todo en la vida, tarde o temprano llega, y también se pasará el buen tiempo. El verano camina como el buen salvaje —también artificial— por la casa. Las estaciones dan un sentido cíclico que nos marca. “Todo pasa y todo queda”, escribió el poeta. Los facinerosos especulan, los pobres revuelven sus miserias en el pozo de su desesperación, y los indiferentes pagan las consecuencias de su no implicarse. El tiempo pasa irremediablemente, y no sabemos con exactitud hacia dónde, ni por qué, y la sensación de extrañamiento viene pareja a la perplejidad de estar vivo, de seguir aquí —entre el pataleo y la resignación— cuando ya un sinnúmero de seres queridos se han ido al viaje definitivo, y apenas el recuerdo los sostendrá mientras nos mantengamos vivos nosotros. Después, ni ellos ni nosotros. La muerte por un lado. El sentido total de la existencia, ese que nos iguala ante la Pelona, y que prosperó con tanto éxito en las sociedades teocéntricas, se abre paso muchos días y en ciertos momentos de debilidad anímica para contrarrestar, sintiéndonos un poco duraderos, al menos desde el presente. Pero a veces nos lamentamos del pasado, pensamos en lo que hicimos o no, para acabar encontrando un atajo hacia la autodestrucción. El sujeto contemporáneo se configura como kamikaze, con pocos argumentos a favor, y su “natural” realismo y pesimismo lo llevan siempre a la peor de las reflexiones. Me refiero a su tendencia a pensar que no ha conseguido nada nunca, insatisfacción y deseo igual que llagas, no conformarse, presentarse vacío como delante de un abismo de brumas, recordando el famoso cuadro de Caspar David Friedrich, y que se recrea justo al final de la magnífica película Los duelistas (1977), de Ridley Scott. Nos define la máscara de la insatisfacción. ¿Cómo invertir esa balanza hacia el vitalismo? La vida por otro lado, y solo eso nos debería valer. Aunque tampoco sirve la ingenuidad. La mirada sincrética de la infancia, que nos consuela en lo íntimo, a modo de parches cómplices para situaciones delicadas, se entiende más bien como subterfugio para no afrontar lo que nos duele, o la gran fractura social que nos delimita. Aquí y ahora frente allí y entonces, en las condiciones materiales, en las carencias y en las opulencias, hallamos la medida de esa ideología —nuestra— hegemónica que no puede cambiarse, a pesar de los esfuerzos maoístas por separar el trabajo intelectual del trabajo manual. Haría falta, en ese caso, aplicar la misma medicina a esos que predican la no separación de ambos, claro que para quien no se ha manchado las manos, y tiene quién limpie la casa, esos subvencionados niños pijos de papá y de mamá, para esos es muy fácil enfundarse el pañuelo saharaui y acudir a la manifestación de cuatro gatos, argumentando que ya no quedan espíritus puros, ni hay suficiente mano dura. Así que construyamos un discurso coherente que nos integre sin exclusiones, porque dan ganas de huir del mundanal ruido y refugiarse en el campo, pero con internet y todas las comodidades, ¿verdad? No existe la felicidad completa, suele decirse, y como este año ha llovido tanto, habrá una población de mosquitos muy superior a lo normal, y hará saltar las alarmas. Más vale prevenir... No existe la felicidad completa, suele afirmarse, pero el verano es lo más parecido.