Ginés Liébanas, tiempo y memoria

15 may 2017 / 10:26 H.

Esta exposición de Ginés Liébana (Torredonjimeno, Jaén, 1921) pone al artista nuevamente en contacto con Jaén donde, en noviembre de 1975, celebró una muestra personal en la desaparecida sala Del Castillo; instalándose después el silencio alrededor del artista y su obra; premiado en una convocatoria celebrada por el Ayuntamiento de la ciudad en fecha que ahora no recuerdo. De cualquier modo, la obra debió ser catalogada con motivo del encargo confiado por Fernando Hermoso a un funcionario de llegada súbita, más tarde encontrada por Manolo Kayser en absoluto abandono. Otra obra de Ginés mereció el premio de Pintura “Club 63” con gran gozo para mí y para Miguel Ángel Bueno, presidente de la entidad, y otra que figura en una colección que no conozco mal. El resto es silencio hasta finales de junio de 2016 en que, invitado por Diario JAÉN, el artista vino a la ciudad como padrino de seis jóvenes creadores galardonados por el periódico. Ahora, es esta gozosa exposición de carácter antológico, comisariada por Antonio Lara Luque y celebrada en una de las salas temporales del Museo de Jaén, la que nos acerca al quehacer de este soberbio y sagaz creador; cuyo paralelismo francés bien puede ser la figura de Jean Cocteau, quien, junto a Édih Piaf, centraron la atención en un París inexistente a la muerte de ambos; el primero el 11 de octubre de 1963; la segunda un día antes; desde entonces, “le Vie en Rose” perdió sentido y “Orfeo negro” pasó a ser recuerdo de quienes visitaron París con la asiduidad que lo hacía y, aun a sus 96 años, lo hace Ginés Liébana; sin duda, el más cosmopolita y vitalista de los miembros de un “Cántico” que tolera soslayadamente la libérrima conducta poética del jiennense dentro del universo angélico y sanjuanista que, en palabras del escritor Molina Damiani, acuna la poética del grupo, en ese concepto de veracidad que legitima a la Historia para activar el revisionismo hasata dejar la obra de arte en su lugar de origen, pues el artista, (pintor, escritor, ), según el pensamiento aristotélico, ama su obra porque ama el ser.

Sin embargo, en la moderna filosofía, Nietzsche por ejemplo, no existen los hechos, sino las interpretaciones. Ello, claro es, no escapa a historiadores como Stanley Payne cuando asevera esto: “Los hechos no importan —o importan poco— si rebaten la versión oficial”. A la interpretación de “Cantico” aún le falta tiempo y memoria con cierta distancia del ámbito profesoral. Efectivamente, sus ángeles pueden ser interpretados al socaire del Cioran de “Adiós a la filosofía”, pero también vivificados con el aliento que desprende la lucha entre el ángel y el dragón que todos podemos recordar; cuya estudio y metáfora sostenidos en la poesía española de posguerra (tanto en la de trinchera, como en la supuestamente angélica) quedó interrumpido merced a la corriente “novísima” de los años setenta y el posterior acarreo y brega llevada de los sellos editoriales, la crítica venal y la no menor de compadreo.

Miembro de “Cántico”, grupo creado en Córdoba en 1947 con el aliento de la revista del mismo nombre, el universo de Ginés Liébana corre a contrapelo de la dominante de ambas exigencias. Recuerdo una larga sobremesa en el restaurante Don Benito de San Roque y la voz incisiva de Jesús Aguirre haciendo notar sus razones en favor de algún miembro de “Cántico”; cuya contemplación por parte de Ricardo Gullón no siempre era convergente con la del entonces Duque de Alba. Gullón afirmó la validez del grupo en su conjunto, probablemente por situarse al otro lado de la llamada poesía social representada por los tres o cuatro poetas que a todos se nos pueden ocurrir. Nombres, por lo demás, también acariciados de modo muy reflexivo y apacible por Laín Entralgo y Jorge Enjuto. El primero, desde su óptica noventaiochista pasada por Vértice; el segundo, por lealtad a sí mismo y, probablemente, también debido a la sensibilidad contagiada en su día por Aurora de Albornoz. Se trata, claro es, de ajustes de raíz y pieles distintas que hoy siguen existiendo entorno a los miembros de “Cántico”, por si la advertencia puede ilustrar, no representado en la ambiciosa exposición “Campo Cerrado”, celebrada en el Centro de Arte Reina Sofía, y de cuya falta de rigor, dimos cuenta en las páginas de Diario JAÉN.

El mismo hilo conductor nos puede conducir a sellos, marcas editoriales y sinecuras que, sin embargo, no deberían obviar la dimensión del escritor Ginés Liébana, aplaudido sin tibieza alguna por escritores de tan alta jerarquía como Juan de Loxa; probablemente la memoria más caudalosa y ordenada del acontecer literario andaluz durante el último medio siglo; motor, no deberíamos olvidarlo, de “Poesía 70” y “Canción del Sur”.

Una mirada retrospectiva no deja de advertirnos del pálpito literario de Ginés Liébana, desarrollado en el entorno de publicaciones literarias a las que llega de la mano de Eduardo Chicharro Briones, pintor y poeta a cuyo territorio corresponde también la sensibilidad surrealista y postista de Carlos Edmundo de Ory y, entre otros, Carlos Oroza, cuya cercanía, después de los años del Café Gijón, se me acerca de la mano del conocimiento y de la mano de Tomás Paredes, quien atesora una de las mejores y más completas colecciones de poesía por mi conocida. En cualquiera de los casos, afinidades que tienen que ver, junto a su propio desenfado, con un Ginés Liébana más próximo a la heterodoxia de aquella modernidad, que al pensamiento ortodoxo de los poetas cordobeses de “Cántico” con los que Ginés converge en lo popular ciertamente, pero también en lo culto de aquella Córdoba sosegada que, sin embargo, no pierde la oportunidad de celebrar un “perol” para fomentar una acción política, en observación del poeta Ruiz Amezcua, sin ángeles, probablemente uno de los guiños metafóricos más atribuibles a la sensibilidad de “Cántico”, además de la raíz de la sensibilidad alrededor del territorio flamenco de Ricardo Molina.

Vuelo sutil. De algún modo, tal vía literaria contagia la plástica de Ginés Liébana, en 2005 Medalla de Oro a las Bellas Artes por su trayectoria artística; 2010, Hijo Adoptivo de Córdoba; 2011, Medalla de Andalucía y, en 2012, Medalla de Oro de la Provincia de Córdoba. En fin, pintor tan extremadamente sutil y ortodoxo en la forma, como sabiamente onírico y recóndito en su trastienda aparente; cuya pintura nace al costado de un concepto apologético de su propio credo intelectual y, paradójicamente, su enraizamiento con la cultura andaluza. Agarrados y sostenido por un rigor poco común en el dibujo que sigue practicando diariamente, Ginés recrea pensamientos constantes, procedentes de esas sesenta mil o setenta mil veces que, según la neurociencia, acuden a nuestra mente diariamente. Vuelo sutil elaborado, ya en aladas y transparentes formas acunadas sobre la fragilidad del papel o la cartulina dejando que el claror de la última pincelada las alumbre; ya trasladadas a soportes de mayor solidez intervenido a través de capas oleosas y superpuestas: cuya verdadera entidad sensible pertenece a ese laborar despacio de los sabios maestros que jamás cansan el cuadro mediante el proceso de elaboración seguido hasta alcanzar el grado de metáfora deseado por el artista según la narrativa de la propia belleza plástica del cuadro. Al cabo, un estado, cuyo máximo exponente es el que no seduce de un solo golpe, precisando de tiempo y perspectiva. Sí, existe la poesía de tambor, la de tribuna, e inclusive la de púlpito; sin embargo, la de mayor alcance es la de mesa camilla. Acontece de modo parecido con la pintura, eternizada de modo más cabal en lo sencillo e íntimo. En opinión de Byung-Ghul Han, “Para la belleza son esenciales las correspondencias de secretas entre las cosas y las nociones, unas correspondencias que acontecen a lo largo de amplios periodos temporales”.

Adicción al selfie. Ese concepto de vía interior contemplable en Marcel Proust está siendo cercenado por la arrogancia de la moda y su tendencia a un gigantismo que pertenece más al quehacer del grafitero o del decorador de esquinas o sobrantes de obras que al intimismo del pintor de caballete que es, no se nos olvide, en el que militan la pintura y el dibujo de Ginés Liébana; no solo por los tamaños reducidos empleados por el artista; también por su espíritu. Vivimos en un mundo rodeado de fachadas donde nos miramos con demasiada frecuencia hasta asemejarnos a ellas. Para Byung-Chul Han “El selfie es, exactamente, este rostro vacío e inexpresivo. La adicción al selfie remite al vacío del yo”. Hace años ciertos pintores pusieron de moda el gigantismo del rostro, acentuando su dimensión hasta un estado que tiene que ver más con los carteles dispuestos, durante los años 70 y 80 del pasado siglo, en los cines de la Gran Vía madrileña para atraer la clientela hacia el interior del lugar merced, recuérdese, al tamaño de la faz del o la protagonista de la película; cuyo método de atracción ha hecho fortuna en la llamada contemporaneidad, merced al poder impactante de este gigantismo al que me he referido y que, efectivamente, no deja de ser ese rostro vacio, “faz”, o el face, que se expone sin mirada.

Esto es, en selfie. Para Walter Benjamin: “Así es como resulta perceptible que la naturaleza que habla a la cámara, no es la misma que la que habla al ojo. Es sobretodo distancia porque en lugar de un espacio que trama al hombre con su conciencia presenta como modo inconsciente”. Este gigantismo, de algún modo, es el que se ha impuesto en la llamada museología actual, tendente a la aceptación de otro de los males que afectan al arte de nuestro tiempo; proclive a dar prioridad en sus salas a obras de tamaños otrora considerados de escalera. Cosa en nada baladí es la lisura; cuyos orígenes podemos encontrar en la escultura “Pájaro en el espacio” de Brancusi; precedente, en cuanto a lisura se refiere, de la supuesta belleza que tantas personas desean percibir en las obras de Jeff Koons, cuyos orígenes de éxito tienen que ver con el acabado y pulimento alisado de sus obras inevitablemente emparentadas con la dominante más cultivada por la litografía actual, tan útil para la decoración con efectos de lisura y asepsia. Como significa Byung-Cul Han, “el mundo de lo pulido es un mundo de hedonismo, un mundo de pura positividad en el que no hay ningún dolor, ninguna herida, ninguna culpa”. El mundo actual es otra cosa, con sus afectos, pero también con sus desafectos, precisa de sensaciones que escapan de ese estado de limbo en el que aspira a introducirnos la asepsia de lo decorativo o el gigantismo de las formas. Por ejemplo, el toro de Osborne de nuestras carreteras comunica cosas diferentes a cualquier aguafuerte de la Tauromaquia de Goya; el primero está concebido para verlo a la velocidad del coche; lo segundo, para ser contemplado al calor de la mesa camilla.

Popular y elitista. Como escribe el profesor Emilio Lledó” Vivir es, pues, una actividad que hace brotar, sobretodo en la creación artística, obras sujetas a nosotros porque son fruto de nuestro amor por ellas”. A mi ver, semejante sutileza, tiene que ver con la obra pictórica de un artista como Ginés Liébana quien, no lo olvidemos, dice esto: “soy pintor y tengo la suerte de haberme formado en Córdoba y en la campiña cordobesa. Esto es fundamental para un pintor porque ahí se mezcla lo popular con lo elitista y lo barroco. Yo recomiendo a muchos artistas que aprendan en Brasil y Andalucía. Toda la literatura y el arte de América del Sur y América Central vienen de lo que se ha creado en España. Hay tradición. Porque donde no hay tradición no hay nada”, asegura este artista que ha forjado un universo de singularidades en el que se dan cita la imaginación que proyecta su luz mágica sobre las cosas en sucesivas secuencias plásticas habitadas por el poema atendido desde la introspección de un universo angélico interpretado, en un mundo que espera sentado en la esperanza, fueran los únicos testigos de la constante de ilegitimidad instalada en las sociedades actuales. Se trata pues, de un quehacer intimista crecido al abrigo del arte y del pensamiento de Occidente y en su inclusión de universos diferentes fundidos en el crisol de un eclecticismo que habitaron pintores como Joacchim Patinir, Jheronimus Bosch... Pero también toda la tradición de bonísima pintura religiosa que no escapa al universo angélico habitado por los aéreos ángeles de Ginés Liébana con sus múltiples guiños relacionados con artistas tan profundos en sus rostros como el cuatrocentista Antonello di Messina, en el que lo religioso va de la mano de lo reducido. Intimidad proclives a ese lugar del pensamiento que eleva el recuerdo a la esencia del vivir cotidiano hasta instalarlo otro estadio superior que es, a mis ojos, donde la pintura de Ginés Liébana enlaza con la poesía a través de sus formas silentemente orgánicas y sus colores matizados a través sosegadas pigmentaciones dejadas sobre la tela o la tabla con pinceladas superpuestas y menudas en las que el correr del tiempo no cuenta, o cuenta de manera desinteresada, como acaece en sus peculiarísimos retratos en los que permanece el recuerdo del retratado, no su presencias según el gusto y los cánones demandados por el retrato burgués.

Otra de las facetas de Ginés Liébana, probablemente la más silenciada, es el retrato; más un retrato, entiéndaseme bien, no de salón ni de aparato. Lo descubrí en un salón del madrileño Barrio de Salamanca; después, mediante un retrato de Fernando Morán realizado para la colección del Ministerio de Asuntos Exteriores. Ambas piezas alejadas conceptualmente del convencionalismo que se espera de semejantes trabajos. Sí, un cuadro de Ginés Liébana solo se parece a otro cuadro del artista. En Ginés no hay astucia ni apariencia lisonjera para el modelo. Su pintura va surgiendo mediante reflexiones sucesivas y entreverados colores morosamente puestos hasta el ahondamiento en el asunto o persona retratada, siempre de espaldas a ese gigantismo o sensación de selfie en el que todo comparece vacío ante el contemplador.