Dolor y gloria

    18 mar 2019 / 16:15 H.

    No, no espere quien lea este artículo una crítica a la próxima y aireada película de nuestro manchego más universal, el inefable Pedro Almodóvar. No pienso perderme el estreno del viernes 22, y ya habrá ocasión para ensalzarle (como hice en “Volver”) o expresar mi decepción (“Los amantes pasajeros”). La filmografía de Pedro es capaz de lo mejor y lo peor, de lo sublime y de lo insustancial, de la creatividad explosiva y del manierismo repetitivo... de lo genial y de lo insignificante. Veremos...

    Pero el título del filme a punto de estreno me viene de perlas cuando enhebro estas líneas. Como ocurre en la vida misma, en la personal y en la colectiva, todo aparece mezclado: la alegría y la tristeza, la euforia y el abatimiento. A veces de manera simultánea. O sin apenas transición entre uno y otro sentimiento. Ayer, noche de domingo, a las 21’15 horas, cayó el telón sobre mi último trabajo teatral, “Perdidos en Yónkers”. Y resulta difícil no mirarlo con tristeza, aunque los aplausos animen el patio de butacas. Pero hoy lunes 18 se abre una etapa diferente, desprovista de los ajetreos del ensayo, la incertidumbre de los estrenos (“Deberían prohibirlos”, espetaba un personaje almodovariano), o las oscilaciones azarosas de la taquilla. La perspectiva de unos cuantos años sin agenda teatral me resulta tan estimulante y festiva como el banquetazo de teatro y cine de mi último cuatrienio. Dolor y gloria a la vez, diría el autor de “Todo sobre mi madre”. La vida misma, siempre la misma vida.

    Al tiempo que tecleo una de mis últimas citas con los lectores de este periódico —previas a un amplio paréntesis—, se aúnan el dolor y la gloria en la más palpitante actualidad. Yo pensaba celebrar el despertar de la primavera hablando de la multitud adolescente que manifiesta su preocupación por el futuro, pero no me queda sino referirme, a la par, a la locura intransigente, al horror desatado contra quienes profesan una religión diferente. De un lado, la esperanza de ver cientos de miles, millones de jóvenes reclamando cordura y decisión a los poderes públicos, para salvar el planeta, con un liderazgo tan frágil y lúcido como el de Greta Thunberg. En la otra acera, el horror del extremismo supremacista, un remake criminal de la matanza de Utoiah, el eco lejano del racismo y la xenofobia, del Ku Kux Klan. Yo apunto más lejos: me suena a cercano, a terriblemente cercano, el eslogan del asesino neozelandés: “Los musulmanes nos invaden”. Intercambiable con discursos de quienes se consideran más españoles que nadie.

    Medio centenar de muertos. Otros tantos heridos. Diecisiete minutos, diecisiete, emitidos en directo por facebook. ¿Es que nadie puede parar este desastre? No me refiero a la matanza, horrenda por sí misma. Hablo de la amplificación en redes, en vivo y en directo, con la inevitable “mitificación” de un joven “héroe” de 28 años. Del anonimato a la fama mundial en pocas horas. Viva expresión de la cultura del odio. ¿Estamos alimentando a los monstruos con esta riada incontenible de mil millones de horas de vídeos al día? ¿Quién puede “filtrar” con criterios humanitarios, sensibles y dignos semejante avalancha de egos desatados?

    Cambiar el planeta, cambiar el sistema, cambiar el mundo, gritaban 5.000 jóvenes ante nuestro Congreso de los Diputados el pasado viernes. En sus mentes anida la imagen de la destrucción: huracanes, incendios, deshielo, extinción de especies, plastificación de los mares, desertización creciente... Pretenden cambiar el modelo frente a los negacionistas del cambio climático, con Trump, Putin y sus émulos: Bolsonaro, Aznar, Salvini y compañía. Cuando los líderes se comportan como niños, los niños se convierten en líderes.

    Puede que Greta Thunberg sea Premio Nóbel de la Paz. Tal vez un día se haga realidad una pancarta frente al Dramaten de Estocolmo: “Greta for President”. Y yo aplaudiré desde mi rinconcito pealeño. Porque nadie como nuestros niños y jóvenes ha entendido que el cambio climático constituye un desafío global y crucial. Entre el dolor y la gloria, mejor quedarse con la esperanza. En la infancia y en la juventud.