Castillo
de Locubín

    10 ene 2018 / 08:59 H.

    En estos días, este pueblo, cristalino como las églogas de Garcilaso y hermoso como un soneto de Quevedo; entre la lluvia y la nieve, nos trae desde el recuerdo dos poemas: uno, de Gabriela Mistral: Ha bajado la nieve, divina criatura, / el valle a conocer. / Ha bajado la nieve, mejor que las estrellas. / ¡Mirémosla caer!; y otro, de Jorge Guillén: Lo blanco está sobre lo verde, / y canta. / Nieve que es fina / quiere / ser alta. / Enero se alumbra con nieve, si verde, / si blanca. Castillo de Locubín, ahora y siempre, es ese cuadro que, quizá, Velázquez y Rubens hubieran inmortalizado en la antología de los instantes, que hacen que la vida se universalice en su propios sentimientos. Jorge Luis Borges, Benedetti, Rilke. Juan Ramón, Mozart. La poesía y la música. Paseando por la ribera y el Caz. Mirando, como se miran los ojos de una mujer, el agua de un venero. Entre la madrugada y el alba. Cuando las horas renacen, fugitivas, entre el Puerto y la Acamuña. Para caligrafiar la rima de una postal, que regresa, quién sabe, buscando el infinito, desde el silencio y la luz, una tarde de enero. Oyendo a Mahler y sabiendo que la eternidad podemos leerla allí, en el Nacimiento del Río. Interpretando con esperanza los misterios del alma. Así como sentimos.