Cambio de era

    26 abr 2019 / 11:49 H.

    Hace unos días, en un grupo de Whatsapp de peritos de distintas compañías, surgió el comentario de la inminente puesta en marcha de nuevos sistemas de gestión de siniestros, que dejarán con mucha menos faena a los profesionales que históricamente han realizado esta labor. Me alarmó que algunos no quisiesen ver lo que se avecina, o más bien lo que ha llegado ya. Estos tiempos exigen estar preparados para lo que está por venir, porque este mundo no será para el más inteligente ni el más habilidoso, sino para quien tenga mayor poder de adaptación.

    Los que no quieren verlo están abocados al fracaso por no buscar otro queso de dónde comer, como las ratas, que tienen a su propio equipo de probadoras y aunque tengan un comedero, ese grupo va buscando comida en otro sitio, prueban y si no se envenenan y viven, ya tienen preparado otro comedor para cuando se agote el actual.

    Estamos ante un cambio, no ya de época, sino de era, y no lo apreciamos por encontrarnos montados en el carro, imbuidos dentro del sistema. Dentro de un tiempo, los historiadores hablarán y mucho, de estos años frenéticos de cambios de los que no somos conscientes y sí protagonista. Creo que un ejemplo vale más que mil palabras. Muchos momentos de mi infancia los viví en la calle Tosquilla, es decir en la actual calle Vergara. Recuerdo, con ayuda de mi madre, a todos y a cada uno de los vecinos que componían esa gran familia. Había una variedad de profesiones como; alpargatero, curtidor, espartero, hojalatero, aladrero, talabardero, arenero, sillero, embreador, herrador, nevero, arero, odrero, encalador, cerero, trapero, plomero y un largo etcétera. Algunas de estas profesiones no están ya ni en el diccionario, aunque les aseguro que existieron. Que habrían pensado los tosquilleros si le hubiesen dicho que en cien años, no solo iban a desaparecer sus ocupaciones, si no que en muchos casos, ni tan siquiera se iban a conocer su significado. Lo que hubiese respondido Manolete el carbonero, si le hubiesen comentado que el picón y el carbón iban a dejar de usarse; se reiría con sorna y diría que de qué manera iban a calentarse o cocinar. O mi abuelo, Ignacio el esquilador, que no entendería quién se iba a ocupar de adecentar a esos miles de bestias (asnos, burros, caballos, etcétera) que deambulaban por nuestras calles.

    Recordemos que solo el 3 por ciento de los empleos que existían hace un siglo han sobrevivido. La automatización de las tareas es invisible. Nos despertamos y la calefacción ya se ha conectado sola. Salimos de casa rumbo al trabajo y quien se va en autobús o en metro renueva la tarjeta en una máquina y entra por un torno. Los que salimos en coche, llenamos el depósito en una gasolinera autoservicio. Llegamos a la oficina y nos tomamos un café en la máquina de monedas. Llamamos a Alexa para ordenarle recados. Al acabar, sacamos dinero del cajero automático y vamos a hacer la compra que nosotros mismos nos pesamos y embolsamos para pasar por la “caja autoservicio” en la que uno mismo se hace la cuenta. Llegamos a casa, nos encontramos un paquete de Amazon y activamos el robot que limpia mientras la Thermomix nos hace la cena, o la encargamos directamente por una App. Sí, señores, dentro de tan solo 10 años se habrán perdido más del 55 por ciento de los empleos tal y como los conocemos. Las profesiones de los niños aún no existen. Me viene a la memoria la historia de Ludd, operario de máquinas textiles, que rompió una máquina a martillazos, ya que estaba robándole su trabajo. Se organizó un movimiento al que se llamó revolución de los Luditas, que comenzó en Nottihgamn en 1811. Se destrozaron las máquinas textiles que traían nuevas tecnologías para ahorrar trabajo, pero está claro que no sirvió de nada, porque no hay quien le ponga puertas al campo. Asumamos que las máquinas tomarán el control, el único reparo que le pongo es que quien está enseñando a las máquinas son profesores y no maestros, porque como decía Marañón: “El profesor sabe y enseña; y el maestro sabe, enseña y ama”.