Árboles de la Alameda

    21 nov 2018 / 11:39 H.

    Ayer los vi, lo mismo que hace más de sesenta años. De este robusto olmo, con más de un siglo sobre su tronco y ramaje, cogía las inflorescencias en primavera, llamadas pampastor, para comerlas, porque a falta de pan y otras vituallas, distraíamos el hambre, maldita palabra de la que no quiero ni acordarme. De estos también gigantes eucaliptos, sitos en el mismo patio terrizo del Colegio público Jesús María, residencia de aquel inolvidable Paquito el Practicante, cuántas hojas cogí para cocerlas en una olla y, tapados con una manta, aspirar el vapor balsámico tan beneficioso para las maltrechas vías respiratorias. Aquí están los cuatro castaños, de los que cogía del suelo las castañas locas, también de efectos curativos cuando llegaba la Feria de Octubre, y Jabalcuz, con sus altas cresterías azules, pero ahora negras como la panza de una olla, anunciaban que iba a llover más que cuando enterraron a Zafra, o sea, que si no tenían una barca para ir al entierro, las iba a pasar canutas. Con estos frutos del cinamomo, llamados revientaperros, jugamos a las damas en los bancos, de los que no he visto vestigio alguno. Estos árboles añorados me sugieren que vuelva a la niñez, ¡ay! Pero esto no puede ser.