Alma picual

    28 may 2018 / 09:04 H.

    Seguro que hay una lógica incontestable para explicar por qué la tierra donde se ha crecido llega a meterse entre los recuerdos hasta formar parte de uno. La literatura testifica que los sentimientos normales de un ciudadano hacia su tierra han sido casi siempre de dicha y amor. Eso le ocurrió a Virgilio cuando llamó a Roma “la cosa más bella del mundo” o a Tucídides cuando puso en labios de Pericles el elogio sobre Atenas, a San Pablo cuando expresó en los Hechos de los Apóstoles su orgullo hacia Tarso, a Goethe cuando relató su infancia en Fráncfort y a Maquiavelo o Dante cuando proclamaron su pena al ser expulsados de Florencia. Ese sentimiento se define a la perfección en la lengua gallega con la morriña, un estado emocional casi de sufrimiento de quien sueña su tierra desde lejos. Sin embargo, corríjanme si me equivoco, los jaeneros difícilmente somos capaces de expresar tal entusiasmo aunque sintamos íntima unión a nuestra tierra. No por falta de intensidad en nuestros anhelos sino porque tenemos alma picual. Ya saben, con aristas y cierto regusto amargo, pero resistente y de un alto rendimiento. Hace poco he estado deambulando por la provincia y ha sido como montar en bicicleta. Volver a lugares que no había pisado desde chica y que formaban parte del imaginario de mi infancia hizo que una cálida familiaridad se alojara en mi esternón. No ha sido solo por la espectacular belleza de los pueblos sin maquillar, o por el silencio que me permitía escuchar música en directo en cualquier rincón de Segura de la Sierra, el mismo silencio que me amodorró durante unos minutos en plena calle a la hora de la siesta. Ni siquiera por el placer de regresar a Úbeda para disfrutar de las actuaciones que ofrece su festival de música, una de las instituciones culturales y musicales más significativas de Andalucía, y que este año acaba de cumplir 30 primaveras. Es interesante la impregnación del recuerdo. Mientras escribo estas líneas me viene a la memoria la primera vez que asistí a un concierto del festival ubedí. Fue en sus inicios, cuando un grupo de personas que se hacían llamar “Amigos de la Música” se empeñaba en traer a su pueblo artistas internacionales: cantantes de opera, grupos de cámara, orfeones y orquestas de gran calidad artística que con los años se fueron instalando en espacios de extraordinaria riqueza patrimonial. Como digo, me engalané para ir al Teatro Ideal a disfrutar de una Orquesta de Karlovy Vary que por aquella época ni siquiera pertenecía a la República Checa, sino a Checoslovaquia. El teatro estaba lleno y todos escuchábamos la obra atentos hasta que acabó el primer movimiento y entonces, el público, incluida una servidora, se puso a aplaudir con fervor. Todavía conservo la imagen de aquel pobre director de orquesta dándose la vuelta y mandándonos callar de la forma más cortés posible para, inmediatamente después, haciendo gala de un poder de concentración envidiable, iniciar el segundo movimiento. Han pasado muchos años desde aquella falta de educación musical que hoy me produce ternura. Me complace ser de una tierra que va tejiendo su potencial para crear riqueza y empleo a través de la generación y explotación de la propiedad intelectual, y que lo hace con la misma paciencia que se necesita para ver crecer el fruto de un olivo y convertirlo en aceite virgen. Resulta de gran inteligencia que esta provincia quiera hacer de la cultura un valor imprescindible para el desarrollo integral de las personas y para construir una sociedad más libre y crítica. Una sociedad capaz de ofertar arte como una especie de actividad lúdica superior cuya liturgia parece un juego, y todo ello atrayendo una demanda turística alejada de los circuitos habituales. Pero sobre todo, me enorgullece ver cómo hay personas imaginativas que se están esforzando para vender belleza sin artificios; la belleza que se basta a sí misma y que nos procura una especie de contemplación extática anticipo de la felicidad. Quizá, por esa razón, se haya instalado durante estos días en mi ojo izquierdo una lágrima orgullosa que aún no se ha evaporado. Será picual.