Una “mina” para los cazatesoros

Cuevas, castillos, cerros o antiguas mansiones esconden, según las viejas leyendas jiennenses, riquezas fabulosas a la espera de avezados aventureros dispuestos a cavar sin descanso o a románticos dispuestos a invertir todos sus ahorros en busca de lo que otros abandonaron

13 ago 2017 / 10:51 H.

Leyenda y realidad, como en tantas ocasiones, conviven cómodamente en los relatos de tradición oral, transmitidos de generación en generación, que sitúan magníficas riquezas ocultas en cerros a las afueras de los municipios de la provincia e incluso bajo el suelo de los edificios de sus cascos urbanos. La sola existencia de estas historias sin base documental, pero asentadas en el imaginario jiennense desde hace siglos, invita a la aventura de excavar en busca de fabulosos tesoros que otros, antes, tuvieron que dejar a buen recaudo con la esperanza de, un día, recuperarlos. La lista de lugares señalados en el “mapa del cofre” del mar de olivos es larga y, aunque a bote pronto remita a la sonrisa, lo cierto es que, en algunos casos —más por casualidad que por empeño— la tierra se ha abierto en el lugar preciso y ha arrojado monedas, joyas y elementos realmente valiosos que incitan a pensar que algo tendrá el agua cuando la bendicen. Castillos, caserías, laderas, palacios, casas que fueron de moros o judíos... La apasionante geografía de los cazatesoros es amplia y si, finalmente, la pala no saca a la luz cubos llenos de oro, la ruta, por bella y variopinta, habrá merecido la pena.

Uno de los denominadores comunes de estas leyendas achaca a los árabes que vivieron en Jaén, en tiempos de la dominación de la media luna, la acumulación de bienes materiales de altísimo valor que, a la hora de su expulsión del territorio peninsular, escondieron para protegerlos de los amigos de lo ajeno y, así, desenterrarlos cuando los tiempos les fueran más propicios. También el pueblo judío, antes de la diáspora —provocada en gran parte, según muchos historiadores, como método extremo para apropiarse de las riquezas obtenidas a través de sus habilidades en los negocios—, horadó los muros de sus viviendas y guardó en ellos las rentas que pudo salvar. No es oro todo lo que reluce, pero museos hay repletos de piezas descubiertas gracias a la excavación particular en cortijos y otros espacios, colecciones algunas de ellas de relevancia universal.

Buen ejemplo de leyenda situada en plena Judería es la de “El tesoro de la Plaza de los Huérfanos”, actualmente de Blanco Nágera, , en la capital de la provincia, donde estuvo la Puerta de Baeza. Narra que unos ganaderos demandaron hospedaje en los sótanos de una casa, que se les concedió, y cómo unos ruidos despertaron a la hija de los propietarios del inmueble, que pilló “in fraganti” a los acogidos mientras celebraban una suerte de ritual iniciático tan eficaz que agrietó un muro del que sacaron dinero “a espuertas”. La fábula, con su preceptiva moraleja, cuenta que la muchacha y su madre, una vez que los ganaderos abandonaron la casa, bajó al sótano y, emulándolos, lograron abrir la pared. La progenitora, vela en mano, se quedó fuera mientras la joven entró en el hueco y, maravillada ante la visión del tesoro que allí había, no advirtió que el muro se cerraba; algún tiempo después, los ganaderos regresaron y, entre tanta riqueza, encontraron también los huesos de la desventurada chica. Es decir, que quien se atreva puede adentrarse en los alrededores del convento de Santa Clara en busca de la bendita pared que, con esqueleto y todo, debe de guardar todavía parte del suculento lote.

Otra leyenda mucho más moderna —siglo XIX— remite a las cercanías de la Catedral, en la calle Abades, donde aún se levanta la dieciochesca mansión de los Salazar, en cuyo zaguán son visibles a día de hoy las piezas de solería que se colocaron allí procedentes del antiguo convento de San Francisco —la actual Diputación—; al parecer, la viuda de un banquero de la época escondió parte de su herencia en una pared, ante las incansables reclamaciones de uno de sus hijos, que tras la muerte de la propietaria quedó oculta. Ochenta mil duros de plata es la cantidad que, con detalle, ofrece esta narración y que, una vez vendida la casa —en la actualidad es un bloque de pisos que conserva, eso sí, la estructura original—, dicen que una de las familias que la habitó dio buena cuenta de ella, si se atiende a la situación económica que, cuentan, llegó a alcanzar; otras fuentes aseguran que, aunque se buscó, y bien, nada se halló. Muy cerca, en la vieja calle Recogidas, la —hasta hace pocos años— presencia de una hornacina con el popular Señor de los tres huevos en su interior —ahora en su nuevo emplazamiento de la Plaza de la Purísima Concepción— encarnaba la gratitud de un fraile recibido con hospitalidad por la humilde familia que vivía en la zona, quien dejó allí el Crucifijo como muestra de gratitud y, con él, prosperidad en el hogar.

Ya en los alrededores, territorio rural a las afueras, la casería de Mariblanca, en el Zumel bajo, aparece también como improvisada caja fuerte del “tiempo de los moros”, y el relato llevó, primero, a dos franceses a emprender la aventura de encontrar lo que el árabe dejóa Leandro Aguilar, en el siglo XIX, a pedir los correspondientes permisos oficiales para excavar por allí con la “excusa” de buscar vestigios arqueológicos; no debió apuntar bien, porque hasta el ilustre cronista Cazabán recoge el episodio en “Don Lope de Sosa” y destaca en sus páginas el alto coste de la búsqueda del tesoro. Además del dinero en cuestión, aseguran que el lugar posee “miedo”.

Cerrar las páginas locales sin una referencia al Castillo de Santa Catalina sería obviar una de las fabulaciones más conocidas, la de la cabeza del toro que, colocada en uno de los lienzos de piedra del alcázar, contenía esta sentencia: “Enfrente del toro está el tesoro”. A fuerza de buscar el punto exacto que señalaba la testuz del astado se agotaron muchas paciencias, y un enfado monumental fue, precisamente, la clave del éxito de un cazatesoros que, harto de sudar en vano, “estoqueó” al animal con su pico y, cuando se marchaba, escuchó el dulce son del dinero al caer desde la frente —que no enfrente— del cornúpeta: “¡suerte suprema!”. El mismísimo Jorge Luis Borges, el gran escritor argentino, sitúa uno de sus geniales cuentos, “La cámara de las estatuas”, en una fortaleza jiennense que, lejos de contener riquezas, contaba ocn una sala repleta de valiosas esculturas de guerreros tras una puerta con veinticuatro cerrojos.

El cerro del Castillo de Cabra del Santo Cristo padeció también los golpes de pala de los buscadores, a cuenta de un cofre moro escondido, al igual que el de Alcaudete, donde, al parecer, hasta no hace mucho suscribían los más ancianos la existencia de un “moro” pétreo que, con dos de sus dedos, señalaba a las sierras Ahíllos y Orbes; si no allí exactamente, lo cierto es que los montes Morrones alumbraron, en su día, un “lote” con dos mil monedas de plata de época almohade. Una historia muy parecida a la del río San Juan, cuyas riberas pueden guardar bienes del célebre Alhamar, o a la de la cueva frailera en la que afirman que una mujer, “la Pincela”, encontró una pulsera que le solucionó el resto de su vida. Cerca de Noalejo dice la leyenda que dejó su tesoro el mítico Almanzor, y en la ubetense Puerta de Granada afirma la tradición que quien sea capaz de comer este fruto bajo su arco sin que ni uno de sus granos caiga al suelo será el dueño de lo que este monumento esconde.Puestos a soñar —y porque serían necesarias muchas más páginas para enumerar cada una de las fábulas que, entre el mito y la realidad, pueblan la tradición oral del Santo Reino—, el hallazgo casual, en 1926, del tesoro visigótico de Torredonjimeno anima a ahondar el pie en el campo con la esperanza de que un tacto de metal lo acaricie. Aquel campesino tosiriano no sabía lo que había encontrado, pero debió de considerarlo digno de la más alta estima cuando lo primero que hizo fue entregárselo a sus pequeños para que jugaran, antes de venderlas a un trapero que sí intuyó el valor de lo que tenía entre sus manos.