Un rincón especial

Los Chopos es mucho más que un paisaje. Es punto de encuentro de devociones, de visitas, de anhelos y un lugar para curiosos visitantes ocasionales ávidos por comprobar si lo oído y leído sobre el lugar es cierto

05 mar 2017 / 11:18 H.

Llegar a Los Chopos, pedanía de Castillo de Locubín, no resulta complicado, con la salvedad de estar situado en un valle rodeado de montañas que sobrepasan los mil metros de altura. Las cimas ofrecen la gran ventaja de regalar unas vistas maravillosas. Las ubicadas al norte permiten disfrutar del paisaje que va desde La Pandera, a través de la Sierra Ahíllos, hasta divisar la Campiña cordobesa y las estribaciones de la Subbética. Las crestas más al sur sorprenden a nuestra mirada con la silueta monumental de Alcalá la Real y, al fondo, la majestuosidad de Sierra Nevada colmada del manto blanco de la nieve. La mejor —y casi única— manera de llegar, si se quiere hacer el viaje en coche, aun siendo territorio castillero, es por tierras alcalaínas. En la carretera que conduce de Alcalá la Real a La Rábita, pasando por Las Grajeras y San José, a la altura de un diseminado llamado Las Mimbres, nos encontramos una pequeña ermita pulcramente conservada, primorosamente pintada de blanco y refugio para una cruz profusamente engalanada. Este será el punto de partida de mi viaje. Para muchos de los que van a Los Chopos por devoción, es esta ermita parada obligada, cual si fuese un timbre imaginario que avisa de la visita. Mientras subo la ladera del puerto de montaña por una serpenteante cuesta, pienso que vuelvo a Los Chopos después de casi 40 años. No se trata solo de una escapada viajera; supone también retornar, en cierta forma, a uno de los lugares de mi memoria donde habitan mil y un recuerdos. La carretera, ahora asfaltada, pero hasta pocas décadas un mero carril de tierra —más tarde entenderán el porqué de esta apreciación—, es estrecha y sinuosa.

Discurre entre un olivar de montaña, cuna de excelentes aceites. La recolección de la cosecha aquí finalizó y las tareas ahora se centran en podar y abonar los árboles. Casi al coronar el puerto, se yergue, imponente, una torre vigía de construcción árabe, vestigio majestuoso de la grandeza de al-Ándalus. Me cruzo con una partida de cazadores con sus perros y escopetas, más adelante unos deportistas; los amantes de la bicicleta de montaña tienen aquí un perfecto trazado por el que disfrutar. Una vez coronado el puerto, en una bajada pronunciada, me detengo para contemplar con perspectiva esa hondonada impresionante donde un grupo de casas salpicadas hace las veces de cuadro impresionista moteado de casas blancas, perfectamente encaladas, sobre fondo de verde olivo y los almendros en flor. Si no fuese por una dentellada enorme en la montaña, fruto de una explotación de áridos que hoy parece abandonada, podría decir que aquí, en este rincón de las profundidades de la Sierra Sur, no ha pasado el tiempo. Todo sigue igual que lo recordaba de pequeño.

Los Chopos es mucho más que un paisaje. Es punto de encuentro de devociones, de visitas, de anhelos; también lugar para curiosos visitantes ocasionales ávidos por saber y comprobar si lo oído y leído de este sitio es cierto.

Al que llega por primera vez pudiera parecerle que el centro neurálgico, el edificio más importante de este grupo de apenas 40 casas, es su pequeña y coqueta ermita. Y no, el embrión se encuentra apenas cien metros más adelante, justo en un rincón donde la presencia de gran cantidad de flores indica un lugar especial, una construcción que es seña de identidad del núcleo.

Aquí vivió Manuel Cano López, más conocido como Santo Manuel para la mayoría, o “El Señor”, para las gentes del lugar. Siempre me pareció excesivo lo de Santo o Señor, aunque vaya por delante mi respeto a las creencias individuales o colectivas. Para unos fue hombre de fe, santo para otros, curandero para muchos. El caso es que, cuando vivía, llegaba gente de toda la Península, aun con un acceso malo y tortuoso, recuerden el carril de tierra que antes citaba. Este recóndito lugar llegó a tener más visitas que muchos de nuestros pueblos. Se llegaron a contabilizar por cientos los fines de semana. Cuando llego a la que fue su casa, encuentro a una señora dispuesta a hablarme, contarme. Nos sentamos junto a una aceitera colgada en la verja —más recuerdos de mi niñez pues yo ya la había visto antes, en alguna de mis visitas a Los Chopos con mi padre, por cuestiones mucho más mundanas—. Le digo que soy de La Rábita y quiénes eran mis progenitores, compruebo con cierta alegría que llegó a conocerlos. Escucho con interés sus explicaciones sobre el hombre, el fenómeno, el Señor como ella dice.

Nació tras la muerte de Luisico, cuando Custodio tenía ya casi treinta años. Ambos son referentes de estas sierras y cierran, junto a Manuel, los vértices de un triángulo casi mágico. De ellos recibió su gracia, sus poderes. “¿Cuáles eran esos poderes?”, pregunto. “Sanaba por imposición de manos y soplando”, responde. Las sanaciones de este hombre traspasaron las fronteras de la comarca, de tal forma que era visitado por infinidad de personas que buscaban un remedio a sus males, o quizá mero consuelo espiritual. Siempre curaba diciendo, “Dios quedrá, Dios quedrá”. Jamás pidió nada a cambio por sus servicios. Tan solo admitía vales de pan que se compraban en una tienda contigua a su casa, que posteriormente repartía entre los más necesitados. Con ese pan y el aceite de esa aceitera, muchos fueron los que saciaron su hambre. En la actualidad no existen esos cartones, pero sigue el recipiente oleícola, jamás se acaba, para todo aquel que llegue y necesite alimento.

Llegado a este punto, el gesto de emoción en los ojos de la señora me impresiona sobremanera. Proseguimos nuestra charla. Le cuestioné sobre el paso de Manuel por la cárcel. Solo silencio por respuesta. No quiere hablar de dicho suceso, real, pues es cierto que estuvo encarcelado unos días. Antes de despedirme de esta encantadora mujer le pido permiso para fotografiarla. Se niega: “Aquí no somos de dejarnos retratar, como nuestro Señor”.

La muerte de Manuel dio al traste con el ir y venir incesante de gentes a este lugar. Supuso el declive o quizá el inicio de una etapa de mayor tranquilidad. Sea como fuere, lo enterraron en el cementerio de Las Ventas del Carrizal, lugar de peregrinación de miles de devotos, que 30 años después, aún acuden a su tumba a rogar o a rezarle plegarias. Está a apenas tres kilómetros en línea recta de Los Chopos, pero la ausencia de carretera directa hace que para ir de un sitio a otro se hayan de recorrer casi 20 kilómetros. Escojo para salir del lugar un carril. De vuelta tomo conciencia de la riqueza cultural, etnográfica y social de la Sierra Sur.

La vivienda cerrada
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Tras la muerte de Manuel Cano, que no tuvo descendencia, una hermana se ocupó de su vivienda. Después de que ella falleciera, la casa quedó cerrada. A día de hoy, un sobrino se ocupa de mantenerla, aunque ya nunca volvió a verse abierta. El gran dilema es: ¿Qué ocurrirá cuando este sobrino fallezca? ¿Habrá quien tome el relevo o todo un símbolo desaparecerá? Si ello ocurriese, desaparecerá parte de la historia, no solo de Los Chopos, sino también de la Sierra Sur. Quizá la realidad dé paso a la leyenda, quién sabe. Aunque es poco probable, la realidad necesita de símbolos palpables, y esa casa lo es.

Sus restos mortales

La ausencia de cementerio en Los Chopos hizo que, el 14 de octubre de 1983, día en que murió Manuel Cano López, se abriese un horizonte inesperado para Las Ventas del Carrizal, otra de las pedanías de Castillo de Locubín. Allí reposan sus restos mortales. Su tumba destaca entre las demás del camposanto. Se ha convertido, además de un mausoleo repleto siempre de flores frescas y ofrendas, en punto de visita obligada para sus devotos. Para Las Ventas supuso un revulsivo económico. Ese ir y venir de gentes a la tumba conlleva unos ingresos añadidos para una población eminentemente agrícola. Ha sido crucial para la hostelería.

Las fotos imposibles
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Quizá solo sea parte del imaginario colectivo. Dicen que no hay fotos de Manuel porque se velaban los negativos al ser fotografiado. Solo se conoce una, cuando acudió al entierro se su madre. Quiero pensar que se debe más bien a lo poco que salía a la calle y que la mayoría de los “peregrinos” carecían de cámaras. Quizá influyese el miedo a que los que llegasen, cámara en ristre, lo hicieran más con la intención de humanizar al hombre y desmontar el mito. Quién sabe si realmente era cierto y sincero el deseo de que nadie comerciase con su imagen una vez muerto; tampoco seré yo quien lo ponga en duda.

Los vales para el pan
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Como en toda historia, en la de Los Chopos hay infinidad de detalles que ayudan a entender el fenómeno de lo que allí ocurrió hace años. Una de las cosas que más llama la atención son los famosos vales de pan. Hay que situarse en el tiempo para poder entenderlo. En unos momentos en los que el hambre existía de verdad, que Manuel lanzase vales de pan a los más necesitados era un regalo. Esos vales, que los más pudientes compraban en una panadería cercana, se le entregaban al “santo” para que este los regalase. El pan, junto al aceite que, a día de hoy, no falta en esa aceitera colgada de la verja, se convertían en reclamo.