Semáforo

    25 sep 2016 / 11:16 H.

    Había seguido muy de cerca la evolución del semáforo que regula la salida de mi calle hacia la avenida principal. Tardaba 70 segundos en abrirse. En mi recorrido diario me encontraba con cuatro semáforos con cierre entre 40 y 60 segundos. En un corto espacio de tiempo terminaron ocupados por una persona que vendía ambientador para el coche o pañuelos de papel. Extrañamente vi bajar una ventanilla y comprar. La gente que yo conocía hablaba poco de los semáforos, pero tenía dos opiniones claras: resultaba pesado y daba pena. “¿Pero qué les vas a comprar?”. “Pobres.... Todo el día....”.

    Fue en el verano. Horas antes de tomar las vacaciones me llamó el Jefe. Pensé en sus recomendaciones para dejar todos los papeles hechos. No fue así —“Desde la Central han enviado un reajuste y cuando acabes las vacaciones no está previsto renovar tu contrato”—. Las últimas palabras las dijo mirando un bolígrafo de diseño impersonal con una marca publicitaria “galopasa”. No soy una mujer llorona, pero me aguanté las ganas. Adopté la cordialidad y alegría que toman los concursantes de televisión cuando los eliminan y felicitan al contrario. Esa era la mejor manera para conservar mis posibilidades. El Jefe insistía: “El primer contrato que haya es tuyo”.

    Durante las vacaciones pensé en mi padre, andando preocupado por el pasillo (Lo recorría 126 veces al día para hacer ejercicio). De regreso pasaban los días y agoté todas las versiones de confeccionar un curriculum. Nada se movía. Lo más terrible era despertar y decidir cómo se puede acertar; buscar algo para hacer. Salía de casa y andaba y andaba hasta una hora en la que se podía regresar. Bebía agua y miraba las calles. Poco a poco limitaba las amistades debido a un sentimiento de culpa por no tener trabajo.

    La idea y decisión llegó mientras veía los semáforos. Busqué uno y cronometré: ámbar-verde-rojo. Durante horas vi los coches que pasaban, dónde daba el sol y qué clase de peatones había. Estudié el producto. Pasé horas ante el espejo viendo mis posibilidades. En el trastero hice sitio para un camerino.

    Se que ha tenido impacto. En el semáforo de la calle Coloretes con Rasga hay una mujer atractiva que ofrece horóscopos. Soy irreconocible por la peluca, aunque da mucho calor; también las gafas cansan, el maquillaje es un sacrificio, pero lo peor son los tacones y falda estrecha. Todos los días los horóscopos son distintos porque en el trastero hay una colección de revistas del corazón, que un día fueron de mi madre, y de ahí copio los textos. Gano bastante más que en la oficina. A pesar del éxito tengo preparado otro producto porque al igual que los ambientadores y los pañuelos de papel, mi producto será copiado y ofrecido. Pero ahora lo más importante es que yo tengo un semáforo. Se que mucha de la gente que pasa a mi lado tendrá que buscarse un semáforo para ocupar sus mañanas y ellos no lo saben.