La vietnamita, una cocina que no existe

la selva lo haya cubierto todo y los arrozales guarden silencio”

11 sep 2016 / 11:25 H.

El hotel Rex en la antigua Saigón, ahora llamada Ho Chi Minh, lugar de estancia preferida de la prensa internacional (heavy drinkers enredados en montañas de teletipos, radios como zapatofónos y cámaras de cine al hombro prestas a robar escenas de violencia) durante la guerra de Vietnam, es hoy un cinco estrellas de superfluo envuelto en los fulgurantes logos de firmas como Chanel o Rolex y a escasos metros de una imponente estatua de Ho Chi Minh, el conductor de todo esto, su líder, guía y venerado dios que condujo a los charlis hasta la victoria sobre Francia, primero, y el poderoso imperio norteamericano, después.

Aquí todo ha cambiado en treinta años menos el régimen dictatorial comunista de Hanói, aún más feroz que el chino en cuanto a violación de derechos humanos. La prensa libre no existe y ni siquiera se permiten remakes de los viejos dacibaos rojos de la época de Chu en lai. Pero batallones de motos (casi cuarenta millones, según la propaganda oficial) han sustituido en la calles vietnamitas a las bucólicas y tristísimas bicicletas. El régimen aprueba cada año decenas de programas de inversión (turismo, infraestructuras...) y abre las puertas de par en par (seguridad jurídica garantizada, benéficos fiscales, capital humano intensivo y baratísimo...) a los capitales extranjeros que se transforman en este país en gigantescas torres de apartamentos, resorts y campos de golf, aeropuertos recoletos de última generación, centenares de kilómetros de nuevas carreteras, y puertos y playas que se abren al comercio mundial y a prestar su sol a centenares de millones de chinos, coreanos, japoneses, indonesios, filipinos, norteamericanos de la memoria y europeos aburridos de contemplar sus ruinas culturales.

Este país viene mutando de la pobreza extrema (miseria) a la moderna esclavitud a la velocidad de sus motorinos contaminantes. El pueblo que con un puñado de arroz y un coco escribió la epopeya más memorable sobre el valor y la resistencia humanas, enfila ahora una alocada carrera en moto hasta la conquista de la esclavitud más sublime (empleo de 14 horas de trabajo al día por cuatro o seis dólares, pero que con el tiempo le traerá una casa de cuatro metros de fachada, puede que un frigorífico y hasta una lavadora pronto, el sueño de un coche quizás y hasta un dinero para comprar un seguro médico que le alivie el reúma).

Y en el entretanto, las ratas roen los embalajes que guardan los bolsos falsos de Prada en los muelles de sus muchos puertos y trepan por los pilares de sus escasas joyas culturales, como el puente japonés de Hoy An, una ciudad, o mejor, un brochazo de casas minimalista y entrañable en el centro del país donde los roedores más repugnantes para el europeo toman, además, las aceras incluso antes de que se huela la noche.

Milagros naturales como la bahía de Jalón en el noroeste del país y el fabuloso delta del Mekong, en el sur, con sus nueve brazos de diluvio zarco son asaltados, confundidos y crecientemente contaminados por centeneras de barcazas cargadas de turistas cegados por la curiosidad que provoca una naturaleza tan salvaje ofrecida, píldora a píldora, como un parque temático.

No obstante, todo va bien. Se crece al 7% anual y se crean millones de empleos de a tres y cinco euros al día. Vietnam es el paraíso de la mano de obra de saldo (la mitad que China) y el afortunado destinatario de la campaña de imagen internacional más intensiva, potente y exitosa de la última década. Algunos poderosos, seguramente norteamericanos pero no solo, han decidido colocar a este país en el mapa de la novedades y milagros del mundo y luego grandes agencias internacionales de la comunicación, el marketing y la propaganda se han puesto en marcha para contar al mundo cómo se viene construyendo un nuevo paraíso en oriente, en el vientre mismo de la Conchinchina, ese lugar remoto donde sólo llegaron a penetrar en otro tiempo los santos y los soldados.

Así, se exhibe, sustentada en la nada, una emocionante y sorprendente cocina vietnamita (no se lo crean: no existe), la red hotelera y los circuitos de ocio mejor equipados y chic de los mares de China (atención, son deslavazados y lujosos proyectos turísticos pinchados en medio de la nada, pues la carencia de infraestructuras es similar a la de la España de los años sesenta) y la sensación de un país en marcha que crece gracias al viento de cola que ofrece la mano de obra más barata de la región, que sus autoridades ofrecen al capital y el comercio mundial como carne fresca bien enhebrada en el pincho vietnamita.

Aquí han entrado de nuevo los norteamericanos, pero también japoneses, chinos, australianos... regando inversiones que le traerán un asegurado momio, un país que en el último siglo se le bautizaba todos los amaneceres con millares de bombas. Al igual que en los años sesenta y setenta se quiso confundir al mundo con la propaganda de que allí se libraba una batalla legitima por la libertad en contra del mal absoluto que era el comunismo, hoy se pretende aturdir con el embeleco del milagro turístico y las cruzada de un pueblo que busca con obstinación y determinación de hierro su pan y su paz. Todo es cierto pero si le quitamos el humo de la propaganda observaremos que aún es sólo un alevín al que no se le adivina más que la cabeza y la raspa.

Si, una Norteamérica ahora mas inteligente y práctica (Clinton lo inició todo y Obama acaba de bendecir la obra en marcha) utiliza en su favor la malquerencia que relacionan al vietnamita con el chino, ese hermano mayor del norte que siempre hizo con él lo que le petó, para ganarse el favor del régimen de Hanói. Aquí se habla cada día menos del horror de la guerra contra el yanqui y no están a mal con los hijos del tío Sam.

No sé porqué pero desde el momento que llegue a Hué se me instaló en la cabeza una casete que repetía sin cesar la misma canción de letra triste: Paint it blach, de los Rolling Stones, que cierra la película La Chaqueta Metálica, de Kubrick.

No se porqué pero Vietnam aún huele a metralla aunque la selva lo haya cubierto todo y los arrozales guarden silencio.