La reflexión
de la luz

    24 jul 2016 / 11:53 H.

    A partir de un momento, Friné llegó al sentimiento, y después a la voluntad convencida, de huir de su imagen. En su casa los espejos fueron desapareciendo. En el recibidor se desechó el espejo veneciano y su hueco lo ocupó un cuadro, en tonos ocres, procedente de la “post-post-abstracción”. Estos cambios pudieron pasar desapercibidos para el visitante hasta que los espejos de los cuartos de baño, acabaron cubiertos por estores blancos, que debían permanecer obligatoriamente bajados.

    El comportamiento de Friné era firme. Entraba en el ascensor de espaldas para evitar verse en aquellos espejos que le aportaban su imagen, con todavía la más terrible posibilidad de obtener su perfil. Consiguió, con su dinero, que estos espejos fueran sustituidos por unos paneles de madera de amaranto. Para el cristalero, que fue a retirar los espejos del ascensor, Friné padecía una catoptrofobia y así se lo comentó al portero.

    Cuando Friné creía haber eliminado la existencia de un espejo en su vida, encontraba otro y a esta preocupación se añadió la inquietud por las superficies pulidas; ella sabía que en los brillos viajaba su imagen. Aunque se pudiera pensar que Friné era perseguida por la reflexión de la luz, lo que realmente ocurría es que Friné no quería encontrarse con el tiempo trabajando sobre su cuerpo.

    La conducta de Friné ante los espejos, las superficies pulidas, y en definitiva ante ella misma, fue posible por el círculo de soledad en el que se sumergió.

    Pasó el tiempo y la conducta de Friné quedó hasta tal punto definida y aprendida que cada vez era mas frecuente el que ella pudiera hacer su vida sin pensar continuamente en los espejos. Tenía una modista que le confeccionaba la ropa sin que la invitara a mirarse. Se maquillaba por el tacto. Andaba sin mirar a los laterales de los coches aparcados y evitaba los escaparates que actuaban como espejos. Ante una persona con gafas de sol descaradamente miraba para otro lado.

    Después de muchos años sin salir de la ciudad, Friné consintió, animada quizá por la primavera, ir de excursión con dos amigas, que desde la infancia habían compartido sus silencios. Viajó, sumergida en la lectura, en el asiento trasero del coche para evitar ser descubierta por algún cristal. Pararon junto a un río y celebraron una comida de recuerdos. Después pasearon por la orilla del río y Friné escuchó su rumor dulce. Sin saber por qué, miró hacia el río y vio como el agua se llevaba la figura de una mujer. La figura se alejó suavemente y Friné señaló con el dedo su recorrido. Las amigas, acostumbradas a sus argumentos, se limitaron a darle la razón.

    A partir del episodio del río, Friné se atrevió a mirar a un espejo y no se vio; en su lugar aparecía una persona desconocida con la que decidió entablar amistad.