La adicción dulce

BUENA DIGESTIÓN. “Con seguridad, un español puede relatar de memoria no menos de dos docenas de dulces”

06 nov 2016 / 11:18 H.

Llega la festividad de Todos los Santos y aparecen con fuerza los dulces propios del momento y, en general, se levanta la veda del azúcar y demás goloseras. No soy de comer dulces y casi nunca tomo postres. Los críticos gastronómicos y otros zampones me reprochan que no sé lo que me pierdo: la gloria en la boca. Tienen razón, pero me empalago rápido y a los pocos minutos en algún descuido de buen mazapán, perrunillas o piononos, acabo sintiéndome como el hombre globo. No entro casi a su cata, aunque en ocasiones te atrapan como imanes del deseo. Sin ir más lejos, la semana pasada no pude sino tomarme dos o tres panellets que me sedujeron al paso por una pastelería antigua del barrio gótico de Barcelona. Y en Madrid, estas semanas los huesos de santo y los buñuelos de crema o nata arrasan.

La pastelería y, en general, el postre dulce —a pesar de mi resabio— invade el mundo. El dulce es adictivo como la grasita y la sed de aventura. Pero no nos vayamos muy lejos del terruño. Con seguridad un español, incluso poco viajado, puede relatar de memoria sin grandes apreturas no menos de dos docenas de dulces, tartas o postres donde el azúcar y sus derivados son sustanciales en su composición.

Si has sido curioso por España, es seguro que tienes almacenado en esa parte mollar y líquida de la memoria aquella crema catalana que disfrutaste en Figueras; la torrija de merienda en una cafetería del centro de Madrid; la tarta de Santiago que te pusieron en una terraza de Pontedeume (o las filloas de Panxon); el alfajor que atrapaste en el bar de carretera de la A-92 andaluza; los buñuelos de calabaza en un restaurante de la Albufera de Valencia; unas corbatas en Santillana del Mar, hojuelas con miel en un bar de Las Solanas, de Ciudad Real; rosquillas al paso por Alcalá de Henares; Miguelitos en la obligada parada en la Roda de Albacete (y otra parada para comprar una docena de roscos de Loja); las frutas de Aragón que bañan en chocolate en un bar de Calatayud (o sus Tortas del alma); el frangollo canario de Agüimes; el ponche segoviano de Torrecaballeros ; la pantxineta en una casa rural de Tolosa y la goxua al día siguiente en Fuenterrabía; el turrón de Xixona; la cacoboba, los mantecados de Portillo; las Marañuelas de Candás... En fin, un río de sensaciones que se arrecian sobre todo en invierno.

El postre a base de dulce, a pesar de estos tiempos de batalla necesarias contra el azúcar —aunque no siempre sensatas y desinteresadas— no se detiene, no se le aparta a pesar de que el ambiente le estorbe tanto. Los nuevos cocineros se afanan en alumbrar más y más recetas en millares de formas y presentaciones. El postre en la alta cocina llega a ser creación, arte y lujo máximo. No hay cocinero de postín que no tenga su libro de repostería, y no pasa una hora de emisión de canal de televisión o web de cocina sin que no chorreen por ellas el néctar y el chocolate.

El dulce de calidad es caro necesariamente, porque los ingredientes lo son en extremo, ello más allá de la imaginación creativa que se le dedica y la pericia artesana empleada para su elaboración y presentación. Desconfiemos del dulce o tarta baratos: son bombas de racimo calóricas y nada más. Y dudemos aún más del industrial o el congelado, porque además de ser malos te emponzoñan con harinas refinadas y grasas saturadas. Es mucho más honesta la pastelería tradicional, esa que exhibe sus dulces propios y cuyo obrador sueña con crear un día en la trastienda el postre de su vida, ese que se verá por televisión porque se sirvió en una cena de Estado en el Palacio Real.

Tipos desenfadados, libres y muy osados, como Jordi Roca, el repostero de uno de los mejores restaurantes del mundo, Can Roca, ofrece creaciones como Naranja con remolacha confitadas, y más aderezos, o Compota de pera con crudeté de castañas, que rompen de manera radical y revolucionaria con la tradición repostera española y aún europea, que ya es decir, y, sin embargo, entusiasman y emocionan tanto o más que los platos más celebrados de sus largos menús para élites y sus esforzados vasallos.

Claro que el postre no se ha separado un milímetro —y los que leamos esta nota no llegaremos a verlo— del exceso, el exhibicionismo y el lujo más obsceno de los muy ricos, poderosos o simplemente sibaritas desmedidos. Pasteles cubiertos de láminas de oro comestible, o adornados con aguamarinas y también mallados por collares de diamantes son preparados con frecuencia para fiestas privadas y clubes de la excelencia y la opulencia. Incluso los macarons franceses, que pensábamos que se habían democratizado en los últimos años ya que pudimos catarlos las clases medias bajas, vuelven por sus vuelos aristocráticos y se convierten en haute couture: bocadillos redondos de mantequilla, merengue, chocolate... a 7.000 euros el lote.