El garbanzo y el ruiseñor

Recolección. Apenas trescientos metros cuadrados sembrados que terminarán de florecer con la primavera

21 abr 2019 / 12:31 H.

Son apenas trescientos metros cuadrados sembrados. Sus matas primaverales, que apuntaban con rabia al cielo hace dos semanas, hoy rastrean sobre la tierra ocre y húmeda. Una semana más y lograrán tocarse en sus tallos más fogosos. La primavera es así de generosa. Tres o cuatro días lluviosos y templados tienen el efecto del milagro. La vida verde es la más lozana y feliz de todas. Si le buscamos un parecido con la nuestra, la caliente y lenta de los mamíferos, diríamos que nos parecemos a ella cuando somos cachorros juguetones, inocentes y libres. Ni sus brazos verdes temen estirarse en la lejanía, ni a nuestros saltos y carreras amilanan torceduras y caídas. Se trata sencillamente de jugar y crecer mientras el mundo se pone de nuestro lado.

La pequeña tabla bajo el terraplén de la carretera que me ha detenido y he fotografiado, es un fragilisimo sembrado de rizadas matas de garbanzos. Si la primavera se da bien, el bicho no ataca y el sol de junio se apiada y no calcina, el abuelo que la cuida y mima recogerá ochenta o cien kilos. No son muchos ni pocos pero le valen: quince o veinte para él, que ya está solo, y el resto para sus hijos, en Madrid uno y en Bilbao la chica.

Siembra como toda la vida, aunque desde hace unos cuantos años sin ayuda de las mulas. Una máquina a motor voltea y cierne la tierra en una hora. Luego todo lo realiza ayudado de su vieja azada que aún voltea con seguridad sus muy usados brazos de roble. Su filo redondeado y cortante se proyecta sobre la tierra con la fiabilidad y seguridad que transmite el cirujano a su bisturí. Todo a ojo y todo simétrico. Dos o tres garbanzos cada medio paso y ya está. Los surcos alineados con anterioridad van a dar a las plantas una horizontalidad perfecta sin necesidad de tirar el cordel del albañil que tanto sirve al oficial de obras.

“Dos o tres garbanzos darán cien, sin hablar mis dolores de espalda, jejeje”. Los últimos días de julio, o puede que en agosto tras las fiestas de santa Ana, llevará las matas sequísimas a la explanada dura y escueta junto a la carretera. Allí, cubierto de su sombrero de paja eterno, sentado en una banqueta de madera y una larga vara de castaño por toda herramienta, apaleará los haces durante dos dias hasta que las aguerridas gavillas de garbanzos, acorraladas y rendidas, decanten el fruto sobre el cemento. Luego los pasará “almorzá tras almorzá” por la criba y distribuirá su tesoro en tres montones: la paja con más granza y palillos para la yegua; la fina y alimenticia que cayó por la criba para los conejos y las chivas y “los garbanzos para mi”.

Todo lo anterior es cierto aunque parece irreal, un cuento del pasado, estampa viva de la escasez, el hambre y la opresión. El trabajo de este anciano de 89 años “para entretenerme y pasar el rato” lo lleva a cabo una empresa agrícola de alto rendimiento en un suspiro. Y todo nos parecerá idéntico. Tierra roturada y bien alimentada, semilla seleccionada y en perfecto estado, maquinarias programadas para que se claven en la tierra, tapen la semilla y le den el último beso de abono. Pero no es lo mismo. Nuestro abuelo extremeño mantiene una cultura milenaria que se pierde con idéntico llanto que despedimos a tantas especies animales y plantas. O dicho sin meandros: la desaparición de esta manera de traer garbanzos acarreará la muerte de más especies con su belleza y sus cantos. A doscientos metros de su mínimo garbanzal aún cantan los ruiseñores celosos y protectores de sus nidos y polluelos que ya rompieron el cascarón. Se oyen los verderones y los pardillos. Luís asegura que este año le toca venir al arbejo. El jilguero y las oropéndolas, aparecerán en mayo cuando la humedad vaya a menos. Y que no nos dejen nunca los mirlos y las bandadas agresivas de rabilargos, porque cada año se ven menos. Y los gorriones, pues esos sí que son nuestra última esperanza.