El botijo

BUENA DIGESTIÓN. Existen muchas maneras de proveerse de agua fresca, una de las mejores, es la botija

16 jun 2019 / 11:32 H.

Es una pena que en este tiempo de revival tan crudo como nos trae Vox en España (y tantos sosias de nuestros taurinos a lo largo del mundo), no hayan destacado el botijo como el útil más preciado de la “civilización” tan arcaica como intacta que despliega y quisiera imponer. Y extraña, porque el botijo (y la botija) es casi uno de los pocos utensilios —húmedos y saludables— que se mantuvieron fuera de la ponzoña de aquella sociedad rural, clasista y semianalfabeta que ahora se nos redescubre como panacea para el nuevo tiempo sin haber hecho de ella la más mínima relectura, o siquiera un liftin: ¡Cómo si la solución estuviera en volver 100 años atrás de nuevo”.

Porque el botijo (y la botija) trascendió a la cultura de clase y fue adoptado, como el geranio o la rosa, tanto en el palacio como la maceta humilde que colgaba de la fachada blanca del arriero. Blanco pajizo o rojo caolín, y en mil formas más hasta hacerse cántaro, siempre supo colocarse en el lugar más confortable de la casa, la fábrica o el tajo; en esa zona precisa donde siempre buscaba acomodo el cura o se arrebujaba el gato. La celebración del botijo fue general hasta hace bien poco tiempo.

Tan celebre fue que voló fuera de nuestras fronteras. En ocasión única como fue una cena con Fidel Castro, que duró hasta la amanecida y cuando se habían agotado las existencias de orujo de Lugo, el dictador, entre irónico y burlón, dijo que de la herencia que habían dejado los españoles en su isla destacaban sobre todo lo demás el botijo y la mulata.

Sin embargo, hoy desaparece. Puede que aún se encuentre mustio y grasiento bajo la fresa antigua del taller mecánico u olvidado en un rincón de la nave oscura de la cooperativa que vende piensos y abonos. Lo arrumbó la famosa botellita de plástico, y antes la abundancia de hielo. Y porque los hijos del campo se convirtieron en su mayoría en moradores suburbiales de la gran ciudad en la que no logró encontrar el lugar adecuado para él.

Pero el tiempo —ese catalizador o dinamita de todo— también muda de camisa cuando le viene en gana y ocurre que, como ahora, comenzamos a mal ver la famosa botellita porque el plástico se ha convertido en la nueva amenaza: es el populista más temible en el reino del medio ambiente. Existen miles de maneras de servir o proveerse de agua clara, fresca, potable y apetitosa; la más sencilla y socorrida es llenar una jarra en el grifo de la cocina. Pero la mejor sería hacer que el botijo retorne al bar y al restaurante; al tajo y la oficina; a las reuniones de entendidos y expertos y al Consejo de Ministros. Todos beberíamos agua a su temperatura exacta, la del ambiente, ni caliente como los chinos, ni helada como los yanquis. Además, le quitaríamos un gran peso de encima al restaurador cutre y pesetero que reprocha quién le paga el coste que tiene para su negocio servir agua del grifo en la mesa. Le valdría con rellenar de vez en cuando los botijos colocados en un pedestal por esquina.

Sí, los atorrantes de Vox han perdido la oportunidad de congraciarse con el prediluviano oficio de alfarero y dar así una nueva oportunidad a los amantes de la greda que aún resisten como buzos en tantas rayas marginales de España. Y de paso aportar una alternativa real y positiva a un problema real: el plástico.