“¿Y qué piensas ver en Jaén?”

La ganadora del III Premio Internacional “Diario JAÉN” de Novela Corta, María Luisa del Romero, cuenta su experiencia en la ciudad y, con aires reivindicativos, ensalza toda su riqueza

19 may 2019 / 11:40 H.

Y qué piensas ver en Jaén?”, preguntaban mis amigos tras anunciarles mi viaje a esa ciudad. Y algunos, que ya la habían visitado, me recomendaban detenerme en la Catedral, adentrarme en los Baños Árabes y en el espléndido Museo de Arte Íbero, o subir al castillo. Otros, se deshacían en elogios hacia la gastronomía local: las tapas, los deliciosos flamenquines, las migas o la pipirrana.

Las guías turísticas y las páginas web ya se encargan, por descontado, de recomendar lo indispensable para un viaje. Pero yo concibo también otra forma de viajar; esa en la que te desprendes de tu condición de forastero para empaparte del carácter del lugar que visitas, del talante de sus gentes... y de los colores, las luces y las sombras que configuran también —aparte de los edificios y monumentos— su particular geometría.

No había tiempo para mucho. Apenas dos días y medio para captar lo indispensable: lo que nos deja con ganas de volver un día con más tiempo. Pero yo recomiendo visitar ciudades como esta en pequeñas dosis: una o dos veces... hasta que llegue la ocasión definitiva en la que podamos planear una estancia más larga y gratificante. Cuando esa ocasión llega, nos acercamos a la ciudad sin albergar prejuicios, ni dudas, ni temores. Y entonces, la entrega es recíproca.

Esta era mi segunda vez. La primera, siendo yo muy joven, fue también una visita corta, motivada —igual que esta— por una grata razón: la concesión del Premio Jaén de Poesía. Tuve poco tiempo para perderme a solas por la ciudad, pero pude disfrutar —como ahora— de la amabilidad de mis anfitriones. Y guardo muy buen recuerdo de aquel primer viaje de aproximación.

En esta nueva ocasión, ya Jaén me resultaba familiar. Me acercaba a ella sin prejuicios, sin dudas ni temores. Y animada por la gran noticia de la concesión de este nuevo premio: el que otorga Diario JAÉN en la categoría de novela corta. “Jaén me da suerte”, pensé al recibir la noticia. Y contenta y confiada, me dispuse a hacer la maleta.

Este Jaén de hoy ya no es el mismo de aquel año 1982, pero me resultó tan familiar... tan acogedor en esta nueva visita. Esta vez disponía de un poco más de tiempo para recorrer sus calles a la luz del día y explorar sus esquinas de noche. Vi lo indispensable, desprendida de mi condición de forastera e incluso disfrutando de la complicidad de saberme entre compañeros periodistas, en cuya redacción me sentí como en casa.

Sabía que, a mi vuelta, mis amigos me preguntarían: “¿Y qué tal por Jaén? ¿Qué es lo que más te ha gustado?”. Y yo me lo pensaría un poco a la hora de contestarles, porque quizás esperaban simplemente una confirmación a sus recomendaciones previas al viaje. Y esto es lo que habría de decirles: “De Jaén... su carácter. Esa elegante postura que la mantiene erguida desde tiempos remotos, observando —desde la encrucijada— y esperando el merecido aprecio que nunca llega. ¿Qué otra ciudad emerge de un paisaje trazado no por mano divina, sino por el ser humano? El olivar. Millones de olivos que nos dan la bienvenida kilómetros y kilómetros antes de que divisemos las altas torres de la magnífica catedral con la que Andrés de Vandelvira y Eufrasio López de Rojas asombraron al mundo.

El olivar —digo— no es un mar, como sugieren algunos; ni un tapiz, como apuntan otros. El olivar es la minuciosa, ordenada y esforzada empresa humana más antigua que podemos recordar. Y si llegó por mar el olivo —desde míticos escenarios cretenses (o vaya usted a saber)— eligió por algo esta tierra fructífera de Jaén para echar raíces, propagarse y repartirse en pequeñas extensiones de cultivo, hasta formar un todo. Un inmenso olivar, en el que cada árbol podría tener un nombre y una historia diferente.

¿Qué otra ciudad —y no hablo de la provincia entera— conforma un ecosistema como este, que alimenta, sostiene la economía de todo un país, fija el terreno y lo afianza, y da su nombre a un producto tan noble como codiciado? De ese aceite milagroso nacido de la oliva, nadie habló nunca sino maravillas.

¿Qué otra ciudad puede presumir de su equidistancia con tantas imponentes sierras? Sierra Morena, Mágina, Cazorla, Segura... delimitan una provincia que ha regalado a Andalucía uno de sus mayores tesoros: ese Guadalquivir que antiguamente surcaban las embarcaciones hasta el mismísimo Andújar... Y en las sierras, infinidad de fuentes y manantiales prodigiosos, los más numerosos de toda la región. ¿Y por qué, entonces, nunca le llega a Jaén el reconocimiento merecido?

Quizás porque no presume, ni reclama, ni se exhibe sin pudor como otras ciudades; ni se inventa apelativos, ni se erige en parque temático de la banalidad, como hacen muchas.

Jaén, erguida en la encrucijada, podría alardear de ese paisaje que la enmarca. Podría jactarse de albergar la más imponente de las catedrales... o el castillo más airoso y bonito de todo el país, o los baños árabes mejor conservados, o los tesoros íberos más valiosos. Pero ni alardea, ni se jacta, ni presume.

Ahora bien: su voz se va dejando oír. Y deberá imponerse, y sonar clara y rotunda para no perder más trenes, ni más tiempo, ni más oportunidades.

“¿Entonces —me preguntarían, a mi regreso, los amigos— eso es lo que te gustó de Jaén?”

Bueno —les diría yo—, y sus empinadas calles, y sus palacios e iglesias, y su gente, que se deshace en explicaciones para guiarte si te pierdes. Y las tascas. Y las luces y sombras que realzan su geometría urbana. Y ese arcoíris prodigioso que vi desde el castillo de Santa Catalina tras un fuerte chaparrón. Apareció de pronto: inesperado, radiante, despertando nuestro júbilo infantil. E iluminando la ciudad.

Solo espero una tercera oportunidad para volver a Jaén. Entonces, la entrega será total y recíproca. Estoy segura de ello.