La Cuaresma empieza con lluvia

El mal tiempo desluce el viacrucis y resta fieles a la imposición de la ceniza

11 feb 2016 / 09:46 H.

Mal presagio para quienes creen en el dicho que promete agua en Semana Santa si el Miércoles de Ceniza llueve. Y es que fue una tarde fría, ventosa y desapacible la que recibió a Jesús Preso en la Plaza de San Ildefonso para iniciar —sobre una sencilla parihuela sostenida por “antiguos” varales del paso de palio de María Santísima de la Esperanza y el arrojo de las costaleras que cada Jueves Santo lo mecen por Jaén— el traslado que lo llevó, con música de capilla, a la Catedral, menos poblada que otros años, al igual que el itinerario que recorrió la imagen.

Ni un solo momento pudo llevar prendida el Señor la cera de sus cuatro hachones, de tanta racha como rodeó el cortejo. Y los suyos, para evitarle riesgos, “atajaron” por la calle Ancha y privaron al barrio del recorrido previsto inicialmente. Acertada decisión, sin duda. No mucha gente en las aceras, sí, pero la belleza acostumbrada del Preso de La Vera Cruz no decayó ni un instante y grabó en los ojos de la ciudad la primera escena pasionista del año.

Cruz de guía, dos faroles, la gente joven de la hermandad decana, el guion, representantes de otras cofradías, servicio de paso... La pequeña procesión enfiló Almenas, esa delicatese para cofrades de paladar exigente, con el alivio de tener el templo mayor a su costado, libre ya de la tensión de un sirimiri insoportable. Se hizo a la Plaza de Santa María y cruzó la puerta de la Misericordia bajo otra lluvia, esta vez de flashes. ¡Qué hermoso bajo las bóvedas de la nave de la epístola, elevado en los hombros suaves de sus muchachas, fieles hasta el presbiterio!

La primera escena del Miércoles de Ceniza dejó caer un telón transparente y comenzó la liturgia cuaresmal. Otra comitiva, la de los canónigos, sacerdotes y diáconos que precedían al obispo, Ramón del Hoyo, pobló el altar mayor, que derramaba cánticos, perfumado de incienso, para iniciar el rito que invoca a la poquedad del hombre. Un año más, el Jaén católico —una mínima representación, al menos en la Catedral— cumplió con el rito.

Tras la exhortación final de monseñor Ramón del Hoyo, Cristo partió, por la nave por la que llegó, hacia la primera estación de un viacrucis que si dentro del templo lo resguardó del frío, de la mala tarde noche, empezó a dar problemas nada más abandonar la amplia lonja. Chispeaba como cuando llegó, y los peores pronósticos dejaron paso, poco a poco, a una desagradable, temida realidad. Bajó Jesús la calle Campanas majestuoso, con sus incondicionales detrás que le rezaban hasta la introspección, esa misma que volvió en sí de golpe, interrumpida por una lluvia que, ahora sí, arreciaba peligrosamente; como que a la altura del jardincillo donde Vandelvira es estatua no quedó otra que envolver de plástico la delicada talla de Ramón Mateu para que el agua ni lo rozase. Triste final para un día ansiado. Pero nadie se fue de su vera. Resguardado Él, lo demás era pura anécdota. Y así continuó, por las calles de su barrio, algo más aprisa pero no tanto como para que los balcones no se le abriesen a su paso, llenos de rostros privilegiados por la cercanía de su sagrada estatura.

La Plaza de San Ildefonso lo recibió como una manta nueva y al traspasar umbrales, lo abrazó con sus muros centenarios y resolvió el día con el mejor de los finales posibles, con la contemplación de su serenidad: Él, allí, preso, y todos, detrás, presos de Él.