La tranquila vida del último bandolero

Miguel tarda en abrir la puerta de su casa de la parte antigua de Baena. La compró poco después de volver a la civilización, tras pasar más de catorce años “perdido” en el monte. Descorre el cerrojo y dispara su pregunta: “¿Tú eres Rafael?”. Cuando asiento, me saluda con un leve apretón de manos y nos invita a pasar —conmigo viene el fotógrafo Agustín Muñoz—. Antes de nuestra llegada, Miguel está arreglando un lámpara, mientras escucha música. Así llenaba también las largas horas que pasó en sus escondrijos durante los más de 14 años que estuvo perdido en los montes de la Sierra Sur. “Por el día me escondía. No quería que me viese nadie. Dormía, veía revistas o oía la radio. Por la noche, salía a buscar comida”, rememora.

24 oct 2014 / 08:50 H.

 

Seis años después de ser “capturado”, Miguel es otro hombre completamente distinto. Asegura haber hallado lo que muchas personas buscan durante toda su vida sin conseguirlo: su lugar en el mundo: “Ahora soy feliz. Tengo un camino, una vida nueva”, explica. Pero, ¿cómo es esa vida? Miguel Mérida Gallardo, de 54 años, vive solo en una casa de dos plantas, humilde y muy sencilla. Él mismo se dedica a hacer pequeñas reformas, como el arreglo de unas goteras en la techumbre o un patio interior que es su orgullo: “¿Te gusta cómo ha quedado?”, pregunta nada más mostrarlo.
No trabaja, al menos de forma remunerada. “Mi hermano y yo tenemos campo y allí echo el jornal cuando puedo”, explica. Miguel vive de una pensión “de orfandad” —su madre murió hace unos años—. “La Seguridad Social se ha portado muy bien conmigo”, apunta con rapidez cuando se le saca el tema.

La casa está muy limpia. De decoración austera, sorprende que no haya fotografías personales, ni suyas ni de su familia. Dice que él mismo cocina, pero que sus hermanas, de cuando en cuando, le arriman “un platico de comida”. Se levanta temprano porque, prácticamente todos los días, tiene una cita en la vecina localidad de Cabra. Lo recoge un taxi o una ambulancia para participar en los talleres de Faisem, un colectivo dedicado a tratar a las personas con algún tipo de enfermedad mental. Miguel tiene diagnosticado lo siguiente: “Inestabilidad emocional y de la personalidad, y trastorno depresivo que le hace perder en parte la capacidad de decidir y deliberar”. “Gracias a los monitores, a los profesionales de Salud Mental y a los compañeros de los talleres estoy mucho mejor. Ya no tengo los miedos de antes. Este es mi camino”, sostiene para referirse a los “complejos” que, hace ya más de veinte años, le llevaron a escaparse del mundo. Primero quiso suicidarse, pero, como le faltaron “cojones”, decidió perderse.

Miguel tiene otra pasión que lo ayuda a pasar el tiempo: la petanca. Ha ganado varios torneos y él mismo ha organizado un campeonato para el próximo 9 de noviembre. “El único miedo que tengo es que me pase algo en la mano derecha”, dice, con cierta retranca y jugando al doble sentido. Así es la vida tranquila del “último bandolero”.