Silencios

    26 ene 2020 / 12:50 H.

    Con bastante repetición intentaba imaginar las causas por las cuales mi padre renunció a sus recuerdos. Las desconozco, pero no así la estrategia que siguió. Comenzó por los elementos físicos; aquellos objetos que representaban algo, y que oscilaban desde el objeto más insignificante al más valioso, salieron de su vida. Fui testigo de sus primeras acciones. Desde siempre mi padre había tomado nota de las fechas importantes para él. Lo hacía en una libreta de espiral, de un octavo de folio, con hojas cuadriculadas y tapas azules. Paseando con él pude comprobar como la arrojaba, hecha trizas, a la boca de una alcantarilla. Me quedé mirándole: ¿cómo haces eso? Y él se sumergió en uno de sus silencios que terminarían siendo habituales. Después desapareció el listín con imitación a piel de cocodrilo que había junto al teléfono de baquelita negro. En aquel listín habíamos ido anotando el teléfono del repartidor de carbón, luego el de butano y los primos, los tíos, los vecinos, los amigos; todos con sus nombres y domicilios puestos por la caligrafía distinta de cada uno de nosotros. Y entre las hojas estaban las tarjetas sueltas: desde el fontanero al electricista y un albañil de confianza que no ensuciaba al poner los azulejos rotos. Pues este listín con su indicador alfabético, en el que tenían existencia la che y la elle, se perdió de un día para otro y yo dije un débil: ¿has visto el listín de los teléfonos?”. Se encogió de hombros, sin levantarse de la silla incómoda en la que siempre se había sentado ante la ventana que daba a la calle. A continuación, el teléfono de baquelita negro, enigmático y cariñoso, también desapareció. Me recordaba ese aparato a los cuadros de Dalí en donde el artista pintaba un auricular negro junto a un plato. No pregunté. No habría respuesta. Para entonces ya se había desprendido de gran parte de las cosas que le rodeaban. Nosotros percibíamos de él prolongados silencios que eran distintos a sus grandes ausencias, de las que volvía con una manera intrincada e irritante de razonar para llegar a la conclusión final, fuera el tema que fuera, en donde manifestaba una auténtica desconfianza sobre la santidad que procedía del martirio, del altruismo y de las buenas acciones, bien fueran televisadas, hechas reportajes o premiadas. Y a continuación pretendía convencernos, con una tediosa conversación, sobre la utilidad, a pesar de los satélites, de mantener los barcos fijos como estaciones meteorológicas, aquellos que siempre se habían nombrado con letras, recordaba especialmente el barco K. Fue allí a donde quiso ir y fue imposible detenerlo. Una mañana encontré una escueta nota: barco K. La puerta de la casa estaba abierta.En todo esta historia lo único coherente había sido el proceso de silencio que había seguido. El final era absurdo.