Salsa de tomate

    09 feb 2020 / 11:39 H.

    Estuve buscando la palabra hasta que la encontré. “Conmovió”, esa era la palabra y comencé a escribir: “Me conmovió escuchar a mi tía María describir que su madre, es decir, mi abuela, le ponía al tomate frito, en la fase final del proceso: canela. No me había llegado nunca un mensaje tan directo de mi abuela, me pareció escuchar hasta su voz dulce (que se movía entre tres tonos armónicos). Sí, aquella voz que me contó historias sagradas mientras yo pasaba el sarampión. Recordé su muerte sencilla y me faltó tiempo para ponerme ante los fogones y cocinar la salsa en la que el tomate se combinaba con la canela. Fue un talismán. Curiosamente estaba en este tipo de pensamientos cuando fui a colgar a la percha el abrigo de don Donatto. Yo, aunque era el dueño del restaurante, siempre ayudaba a este personaje a quitarse el abrigo azul marino que desprendía un suave olor a lavanda. Me colocaba detrás de él y tomaba el suave paño a la altura de las solapas para dejarlo reposar sobre mi brazo izquierdo e ir hacia el ropero. En ese breve trayecto percibí que el abrigo no pesaba igual que otras noches. Acostumbrado a calcular el peso de los ingredientes con una simple maniobra de mi mano, deduje que aquella noche el abrigo pesaba menos: aproximadamente 150 gramos. Justamente el peso de un Colt Cobra calibre 38. Ahora el Colt estaría en poder de don Donatto. Empezó mi preocupación al valorar las características de los personajes con los que iba a cenar. Se trataba de tres hampones taciturnos que miraban la carta pasándose mensajes entre ellos con la puntera de los zapatos. Supe que algo iba a ocurrir mientras observaba que don Donatto mantenía los dedos de su mano derecha sumergidos debajo de las solapas de su chaqueta, como si ya estuviera tocando la culata del Colt Cobra. Al mismo tiempo les aconsejaba a sus acompañantes el plato estrella: las chullas de cordero con salsa de tomate. Entré en una fase acelerada de miedo visionando como todo el prestigio del restaurante, ganado por la famosa salsa, desaparecería. Necesitaba reaccionar. Tenía que salvar el negocio, y evitar tener que abandonar Irdania por haber sido testigo de un tiroteo. Yo deambulaba entre las mesas esperando oír en cualquier momento el estampido seco del Colt Cobra. Fui hacia la cocina en donde Cortázar se disponía a finalizar la salsa de tomate a la espera de que yo le diera el punto final, ese punto secreto que la convertía en la mejor. Lo hice, añadí mi secreto. A continuación, llené la salsera más grande y fui hacia la mesa tropezando con habilidad y vertiendo su contenido sobre don Donatto y sus acompañantes. Mientras yo me disculpaba ellos se fueron metidos dentro de un silencio de hielo y miradas de desprecio. No volvieron más, pero salvé el negocio”.