“No apagues nunca tu franca sonrisa. Todavía noto el tacto de tu piel”

07 dic 2016 / 08:00 H.

Isabelita, nuestra tía, la última representante de un tiempo complicado y feroz, nos dejó hace unos días para volver a reencontrarse con Juan, su marido, y con sus mellizos. Unos niños que la dejaron cuando eran todavía bebés en aquella vorágine de tiempos inhumanos, en que el país trataba de balbucear de nuevo tras la sangre de una guerra fratricida. Pero su amor de madre apesadumbrada aun habría de pasar por otra terrible experiencia: la de no volver a serlo por obra y gracia de algún desafuero médico nunca aclarado.

Isabelita y Juan se refugiaron en una Barcelona industrial acogedora de gentes como ellos, llegados en busca de mejores horizontes, y primero en Sarriá y luego en Santa Coloma, hicieron hogar y futuro sin dejar de pensar en esta tierra suya siempre añorada. Todos los veranos y celebraciones atravesaban “Renfe a través” todo el país para reencontrarse con los suyos hasta que, a finales de los ochenta, llegada la jubilación de Juan, acarrearon con todos sus bártulos para instalarse definitivamente en “su” Jaén.

Y ahí empezó una nueva etapa en nuestra historia en común. Una relación íntima, intensa e inmensa que sufrió un golpe con la marcha de Juan hace unos años, en concreto en 2002, y que intensificó todavía más la unión con Isabelita. Se fueron también sus amigas de Santa Coloma de Gramanet, con las que mantuvo la amistad por encima de la distancia a base de teléfono y de aquellas cartas que transportaban entonces sentimientos en lugar de facturas. Se fue perdiendo su universo conocido, pero se abrió un inconmensurable espacio sideral en el que ella vivía rodeada de esa magia en la que los recuerdos son tan vivos que parecen regresar a tu lado.

Sus padres, su marido, sus niños, iban y venían del más allá al más acá en un intercambio fluido de cariño y amor y le empujaban a mantenerse a flote en un mar en el que a ella le asustaba mucho sentirse naufragar. Isabelita cayó un día por la escalera quizá en busca de alguien que pareció llamarla. Su cadera primero y todo su cuerpo después no resistieron el envite y su alegría se fue apagando poco a poco, como la llama que ya no tiene cera en la que prender. Isabelita se fue finalmente a ese escenario para el que llevaba algún tiempo atesorando la “entrada”.

Y nos dejó con la congoja puesta, con el espíritu retorcido, con la constancia de que el verso de Manrique es tan real como la vida, o quizá como la muerte misma.

Claro que quizá, ese cuerpo tranquilo entre tules blancos no era Isabelita, solo su pálido reflejo. Ella era algo distinto. Sus ojos no se han podido apagar de ese modo. Brillan aún. Lo sé. Y su sonrisa franca sigue flotando también sobre el oxígeno que respiramos. Noto todavía el tacto de su piel cansada sobre mis manos y me parece que podría acariciar su pelo coquetamente virado en chocolate. Apenas quedaba espacio en su calendario para el noventa cumpleaños. Apenas un suspiro más y hubiéramos celebrado una vuelta más de las manecillas de su vida. Pero el mecanismo decidió fallar.

Isabelita acaricia ahora las caritas trémulas de sus mellizos, que la han acompañado, junto con Juan, en su último sendero. Y nota la mejilla de su compañero junto a la suya. Isabelita sonríe y trata de enjugar nuestras lágrimas. Isabelita se diría feliz. Quizá nosotros deberíamos serlo también recordándola.

Isabelita, cuyo único premio fue, aparte del calor y el amor de los suyos, un disco dedicado en Radio Barcelona, una canción de las que hacían llorar en tierra extraña, la tararea ahora, superando tiempos y distancias. Quizá nos invita a secundar su canto y a recordar todos y cada uno de los momentos que compartimos.

Adiós, Isabelita. No apagues nunca tu sonrisa. Nunca te olvidaremos y serás siempre parte de nuestras vidas.