La distancia interior

14 dic 2016 / 12:26 H.

Quizá resulte inverosímil hallar cierto equilibrio entre distintas miradas de la realidad, quizá sea necesario encontrar dicho equilibrio en una simple pregunta, en un interrogante que resuma la relación de una historia con otra. Distancia siete minutos juega con ese inverosímil equilibrio de dos historias innecesarias la una con la otra. Es en la pregunta final, que hace descender el telón, donde se encuentra la posible conexión. Todo se limita a elegir la dirección de la mirada que dedicamos a nuestra propia existencia. Podemos distraerla viajando por el universo a bordo del Curiosity, destinado a posarse y mandarnos información directa sobre Marte; o podemos mirar nuestro interior para vencer oscuridades personales. Porque Distancia siete minutos es eso, una llamada de atención sobre la posibilidad y la intención de hacer caer los muros internos que separan a los seres humanos. Lo esencial de su argumento pone frente a frente a un hijo con su padre. Para el primero, tras un largo periodo de preparación —es juez de nueva hornada—, la vida se presenta estable en lo laboral. Para el segundo, abogado jubilado, el reducto vital queda marcado por el suicidio inesperado de su mujer, años atrás. Las culpas de ambos se enfrentan hasta llegar a la necesaria destrucción que todo lo disculpa. Conceptos como el de justicia, felicidad o destino se enfrentan al lenguaje digitalizado de voces que, entre las estrellas, viven pendientes de un robot. Qué distancia se sobrepone a la otra: la de millones de kilómetros entre dos planetas totalmente distintos, o la de dos seres humanos que, compartiendo sangre y genética, se muestran incapaces de salvar la separación que existe entre ellos. En este juego interior, psicológico, se desarrolla el argumento de Distancia siete minutos y lo hace con un ejercicio teatral que, aquí sí, rompe las distancias recelosas entre público y espectáculo. Con una actuación impecable, con una puesta en escena cubierta de imaginación, con una dirección que persigue un logro cercano a la perfección, este montaje de Titzina Teatre invita a creer en el teatro. Con dos pizarras, que son dos mesas, el pasillo de una vivienda, el mobiliario de un tribunal y tantas cosas posibles en su superficie, se traza la geometría conceptual del interior del ser o un paseo científico por las estrellas. La oscuridad, muy presente en todo el trabajo, se convierte en un elemento por el que se adivina el miedo, el temor, la rabia, el dolor de cada humano, así como la inmensidad de las distancias universales. No hay nada que sobre en este perfecto guiño teatral, ni falta oficio que lleve a debilitar el merecido aplauso del público. Es este un ejercicio de pureza teatral surgida de la sencillez y la imaginación.