Brillo rutilante a medio camino

21 may 2019 / 16:40 H.

El ciclo de la integral de las Sinfonías de Ludwig van Beethoven transcritas al piano por el gran pianista y compositor Liszt Ferencz (tal como se hace en su estricta nomenclatura húngara), y conocido universalmente como Franz Liszt, acaba de traspasar, con el concierto de Eduardo Fernández (Madrid, 1981), su ecuador prosiguiendo con brillantez esta especie de “pregón” que el Festival Internacional de Música y Danza “Ciudad de Úbeda” ha montado en su 31 Edición para anunciarnos que el año próximo, o sea, su trigésimo segunda edición estará inmersa en las conmemoraciones del “Año Beethoven”, año 2020, doscientos cincuenta del nacimiento en Bonn del genio de los genios dedicados a la composición musical.

Los recuerdos de la anterior efeméride, es decir, el doscientos aniversario, que tuvo lugar en 1970, vienen a mi mente con cierta nostalgia. Yo entonces llevaba escasos años de afición a la música que llamamos “clásica” e iba aún al colegio. Aquel gusto por las obras de los grandes compositores realmente era tan fuerte que desarrolló en mí una especie de “locura musical”. Hasta el punto de que me vi impelido, para celebrar la gran efeméride, a convidar a cinco o seis de mis compañeros de clase a una ronda de tintos con gaseosa, cerveza o refrescos en el bar de “La Cultural Ubetense” (edificio que ¡cosas del destino! será pronto la futura sede de Amigos de la Música, una vez sea debidamente remozado), a lo que ellos se prestaron gustosos. Y allí, como yo era el anfitrión, se brindó por Beethoven, aunque no sé si todos mis apenas quinceañeros amigos sabían la exacta dimensión de aquel nombre. (Dos incisos. Uno: está claro que, en aquellos tiempos, se podían dispensar bebidas alcohólicas a menores, y, otro, que no tengo ni la más remota idea de dónde saqué dinero para aquel “dispendio”.

En el concierto central, como dijimos, del ciclo “Beethoven por Liszt” nos ha visitado un pianista al que tuvimos la fortuna de escuchar por primera vez en diciembre de 2009 en un recital operístico en el entonces nuevo Teatro “Infanta Leonor” de Jaén. Acompañaba a dos cantantes líricos españoles con magníficas carreras y estilo. Transcurría aquello entre sonoros aplausos mayormente dedicados a los intervinientes protagonistas, el tenor Ismael Jordi y el bajo Felipe Bou. Hasta que, para descanso de éstos, el acompañante interpretó una obra en solitario: “El Albaicín” de la “Iberia” de Isaac Albéniz. El público quedó suspendido durante los siete minutos largos de aquella página ante la magnífica destreza del hasta entonces casi ignorado pianista. Ni que decir tiene el revuelo de ovaciones que surgió al final de la pieza. En el descanso del concierto se habló tanto o más que de los cantantes, de aquel joven intérprete que parecía extraño estar allí en el secundario papel de acompañante. Estaba claro que la carrera de este artista iba a ir por otros caminos distintos al dignísimo y fundamental papel de pianista acompañante.

Y, en efecto, fue ese mismo intérprete el que, ya desde muchos años atrás en funciones de solista absoluto, vino a desarrollar este tercer programa del ciclo que nos ocupa. Programa que, como los anteriores consistía en la comlejísima empresa de traducir dos de las terribles —por dificultosas— transcripciones que hiciera Franz Liszt de las sinfonías beethovenianas. En esta ocasión serían la Sinfonía número 4 en Si bemol mayor, op. 60 y la número 6 en Fa mayor, op. 68 “Pastoral”. Arduo, como se ha dicho, trabajo, toda vez que estas partituras pianísticas no encierran una “adaptación” al instrumento rey de las obras de Beethoven, sino una “transcripción”, lo que supone que prácticamente, nota por nota, toda la partitura orquestal está pasada a la del piano. Estos trabajos de Liszt fueron evidentes “retos” que se impuso el músico austro-húngaro; casi ensayos de laboratorio que, como es muy sabido, escasísimas grandes figuras del teclado se han atrevido a interpretar en público, dada la enorme dificultad que encierran. Este hecho da aún más mérito a Eduardo Fernández y demás compañeros de este ciclo, ya que sólo pianistas muy dotados de capacidad y virtuosismo pueden hacer frente a estas obras.

El pianista que vimos hace tantos años de simple acompañante, aquí se nos mostró un solista hecho y lleno de madurez, y con la valentía y confianza en las propias condiciones como para abordar estas dos sinfonías con éxito. Y éxito tuvo, refrendado por largos aplausos con los que el público, entusiasmado ante tal despliegue, supo premiar. Pese al lógico cansancio, Eduardo Fernández interpretó una obra fuera de programa, muy poco relacionada con el universo de este ciclo y quizá más cercana al impresionismo. Su autor era el finlandés Jean Sibelius (1865-1957) y la página, el quinto de sus “Seis impromptus, op.5”.