Una televisión
que dispara

BUENA DIGESTIÓN. Algunos piensan que la tapas son un invento reciente, pero en España es tan antigua como el toro

17 jul 2016 / 11:43 H.

Y en estas que nos encontramos los cuatro tapeando unos boquerones en vinagre, blancos como la mejor piedra caliza, en Casa Emilio (López de Hoyos, 98), unas gildas después, enseguida unos potentes caracoles y las raba.... hasta que las cuatro de la tarde largas serían (la perrita entre las piernas harta de gulusmear para encontrar nada) cuando Fede dijo: “¡Chicos, nos tendremos que ir a comer!”. Las risas fabricaron al instante una cortina transparente en la calle extrañamente agradable para ser julio y estar en Madrid. Entonces en el corazón mismo de la barra se oyó un vozarrón: “Pues a mí me vas a poner ya el primer gin tonic”.

De esta manera, o algo así, arrancan los fines de semana de millones de españoles apostocados en las barras de las cervecerías y “a verlas pedir”. Nuestro país es un río de tapas que, de un tiempo a esta parte, las llaman pinchos y hasta afamados concursos hay que premian a los más raros y complicados de preparar con lo cual, los más jóvenes y los extranjeros creen que las tapas son un invento reciente, una creación de la modernidad que nos deshuesa y esa legión de cocineros que nos obsequia los sentidos con miles de confabulaciones y otros mestizajes.

Pero es falso, en España la tapa es tan antigua como el toro y, como él, un símbolo. Desmemoriado como estoy podría anotar aquí y ahora no menos de tres docenas de tabernas, cervecería, barras y otros tugurios madrileños que destacan por la excelencia de uno o varios de estos bocados. Pero también por cómo tiran la cerveza (¡Ay el Ferreras!, Bravo Murillo, 25), la lima con que aroman los gin tonic o las historias tan misteriosas como increíbles que cuenta Tomasón, el colombiano que vino de las fuentes del Magdalena para derramarnos palabra a palabra su selva como si fuera un Joseph Conrad de bolsillo.Cumplido el rito necesario de regar la barriga, porque ya llegan las tres de la tarde, y atemperadas las ansias felinas, incluso con un buen pincho de tortilla (La Ardosa, Colón, 16) sin ir más lejos, lo mejor de los bares está en la calle. Las chicas que pasan, casi todas sobre plataformas (no hago más comentarios que me pierdo); el cura que descubrimos, un ser tan extraño a la ciudad que sorprende tanto como ver pasear un lince por la Gran Vía; el cartero, que sabe dios que lo retuvo, porque corre por la acera pasadas las tres y media arrastrado por su propio carro de sobres y otros bultos; la abuela Sabina que le han dado hora para el médico de cabecera a las cuatro menos cuarto (“¡Vaya horas para una vieja, hijos!”) y las dos eramus, o becarias de verano, o acaso estudiantes de postgrado o... que preguntan con dificultad : “Y aquí qué se come”.

En el Alambique (Fúcar, 7) se come un salmorejo superior, en Casa Labra (Tetuán, 12) los mejores soldaditos de Pavía de la ciudad, en Aloque (por Antón Martin) unos sorprendentes huevos a la porreta, en El Barril (Lola Membrives, 5) sus pulgas, en Bodegas Ricla (Cuchilleros) ca+napés de bacalao imperiales, en Burbuja (Angel 16) toda clase de mejillones y en el Carpanda (Almendro 22) te puedes hartar de vino sin torcer un músculo. Y así hasta cinco mil lugares más.

Ha empezado el fin de semana, es verano, estamos empapados por dentro y se acercan las cuatro y media de la tarde. No estamos para el segundo gin tonic, los cuatro al unísono decidimos irnos a casa para comer. Todos sabemos que estamos mintiendo, no nos espera ni una mesa ni la familia, solo pensamos en el sofá o acaso el sillón de orejas y, claro, lo decisivo: esa televisión divina que a esas horas siempre pega tiros —tracas del oeste o ráfagas de los modernos thrillers— que son las mejores nanas del mundo. Es el momento de la siesta.