Todo muy blandito, comida lista para masticar sin dentadura

BUENA DIGESTIÓN. En muy pocos cocinados apreciamos asperezas o presentan dificultad para dominarlos en la boca

23 sep 2018 / 12:05 H.

Paso al mediodía, hambriento y deprisa, por delante del kiosko de prensa que está en la misma esquina de la cervecería Ferreras (Bravo Murillo 25), el bar donde las cañas rozan la perfección, cuando besan mis oídos los acordes inconfundibles del guitarra de Jethro Tull. Me digo animado: “Joder, aún queda gente que disfruta del rock”.

Porque al rock and folk lo viene arrinconando el nuevo tiempo como el romanticismo tardío hizo con el arpa (releamos a Bécquer). Expulsa a lo consistente y desconfía de lo genuino, mientras nos conduce a lo entreverado, la mezcla y lo blando. Lo más tronante de la música del presente quizás lo encontremos en los bajos zumbadores de Vetusta Morla.

Casi toda la rebeldía bronca descansa en los vinilos y se refleja en los mejillas arrasadas y cuerpos como sardinas de los viejos rockeros setentones que aún resisten en pie. Hasta Rosendo, el fósil más tierno de nuestro rock obrero y de barrio, abandona. Se traslada a la casa soñada que ha construido en la esteparía meseta castellana para dejar pasar sus últimos años como un anacoreta.

bocados. Pero el oleaje inmenso del nuevo tiempo no se queda solo en la victoria de la música indie sobre las rocas. Desparecen todos los huesos del mundo. Y las ternillas, los leves caparazones y hasta las mantecas, natas y gelatinas. Las chuletas se sirven sin su palo; los trozos de oreja y morro bien picaditos y seleccionados; las crestas de gallo embozadas como los bandidos; los cangrejos blanditos como borrachuelos. Y la nata desapareció; como mucho podemos seguir sus rastro en algunas salsas y helados que recuerdan a su sabor. Y no todo es cosa de la impronta millenial. En las modestas y honestas casas de comida tradicionales como El Decano (Ponzano 45, Madrid), que tanto frecuento, el menú llega rico y muy picadito. La carne —solomillo de cerdo, lengua...— se desmorona con un golpe de tenedor, y el pollo y los trozos de cerdo en el arroz no abultan más que el dado de un tahúr moderno. Se podría comer sin dentadura puesto que todo llega con la consistencia de las húmedas obleas. Masticamos solo para ahornar el bocado de verduras y porque nuestra genética trae eso de mover las mandíbulas.

En muy pocos cocinados apreciamos asperezas o manifiestan dificultad para dominarlos en la boca. Son especie en extinción aquellos que aún se deleitan raspando el hueso con los dientes. Ya existen pocos “Titos y Fernandos” apurando el chuleton del restaurante Guetaria de los ochenta y noventa (Comandante Zorita, 8, Madrid) y disfrutando como el mejor postre la bola de grasa residual buen espolvoreada en pimienta. En pocos año hemos pasado de comer como visigodos o ser viajeros desarmados en el futuro de Star Trek, ingiriendo papillas. Hace décadas que dejamos de chascar los piñones con las muelas y casi todo se nos propone con la consistencia del tradicional plato de natillas.

Todo se deshace en la boca sin esfuerzo; boca que, sin embargo, permanece tan perjudicada como siempre. Que se lo pregunten a algunos dueños de decenas de chiscones de dentistas en red que ganan tanto dinero que tienen que sacarlo del país en sacos.