Ojo verde de caniche

HUERTA Y PESCADO. Las altas temperaturas del verano que ya se deja asomar abren paso a pescados y ricas verduras

19 may 2019 / 11:40 H.

Mayo es la primavera, el mes más propicio para respirar hondo y almacenar esperanza. Lo sabemos desde siempre; aunque cuando fuimos niños una iglesia muy presente no los quiso aguar con rezos a la Virgen María entre flores robadas. Pero el color vencía a los altares fingidos y hasta las imágenes de yeso sonrosado nos guiñaban cómplices como diciendo: “Anda, vete y retoza”. Así que es el mes de los boquerones y el jurel, la sardina y las jibias, y años más tarde también del rape y el atún del Sur. Los albaricoques tempraneros, las primeras cerezas y las últimas fresas; el tiempo de las lechugas tiernas que cancela el fuerte olor a invierno que traen la espinaca, la acelga y la coliflor. Mayo abre la cancela de la huerta, que es el verano, ya se respira la judía verde y la berenjena.

Así que, este fin de semana de sol sin restricción, aproveché para abrir la terraza, extender el toldo y poner el disco más largo de Sergio Mendes y su Brasil 66. Tenía al fresco unos cuantos tesoros del tiempo y un pan de centeno oscuro y esponjoso; dos aguacates hermosos de hueso pequeño que se pelan con la facilidad de la cebolla llorona, una lata redonda de anchoas, regalo de Paco, traída de San Vicente la Barquera, vino blanco de Rueda, Cachazo de 2018, y para el lomo de atún, un 30.000 Maravedies, un garnacha autentico de Madrid. Kala continúa durmiendo en su almohadón estampado sobre el que cae toda la luz posible del sur, y el sol todavía no pega lo suficiente; no ha nacido aún la chicharra y la garganta corre animando el oído y alegrando el espíritu.

Ella ha dispuesto unas aceitunas negras de Campo Real sobre el velador platino, patatas fritas y abre tres cervezas Alhambra 1925, el mejor invento cervecero en España en el último cuarto de siglo. Whu ha descubierto esta mañana la primera pareja de oropéndolas y se emociona al contarlo: “Nunca he visto sus nidos”. Disponen los tapetes y platos de colores. Ahora suena en versión bonova jazz una conocida canción de Simon and Garfunkel mientras quito la cáscara al aguacate como quien descorcha un alcornoque bonsay. Está impresionante, seda salvaje y tierna parece. Al abrir la lata de anchoas huele a yodo y salmuera. Whu me trae hasta la boca dos trozos yuntos de rabanillos con sal y aceite verdísimo. He acabado con la cerveza, tendré que contenerme. Cortamos el pan en pequeñas rebanadas. Pasan las dos de la tarde. “¡Quien saca a Kala a hacer sus necesidades!”. Nuestra abuelita, ya muy canosilla, es perezosa y refunfuña, pero al abrirle la puerta se sacude y trota con viveza hasta la calle.

Ya tengo la bandeja repleta de tostadas; ahora toca rociarlas con una gotas de aceite cordoliva recio, que ya colorea ambarino y dorado, y untar la pulpa del aguacate hecha crema. Se prepara rápido; además da gusto. El aceite para freír los boquerones ya huele. Pronto aparecerá el gato vecino, “El gato ladrón” que decía mi abuela, “Echalo de ahí, José”. Ella alaba con una exclamación de satisfacción el vino blanco: “¡Qué bueno y fresquito está!”. Los boquerones se fríen en una bocanada; mínimos y casi dorados parecen chanquetes venidos a más. Whu ya ha vuelto; me deja cerca el catavinos mediado de fino de Montilla, un Cobos. No bebo otros blancos mas que los tradicionales andaluces. Ella va colocando las anchoas sobre el manto de aguacate con el mimo de quien borda filigranas en una chaquetilla torera y sobre cada una coloca hojitas menudas de yerbabuena. “Tú le pones unas gotitas de vinagre cuando las llevemos a la mesa”, me dice.

La gran sartén para pasar las rodajas de atún me llama con su crujido inaudible. Ha terminado el disco de Sergio Mendes, ahora suena una delicia flamenca de Niño Josele. “No me dejes el atún crudo”, oigo, como siempre que lo hago. Dos minutos por cada lado para nosotros y tres para ella. Whu ya está sentada junto a la mesa. Saco el atún y lo bautizo con unos granos de sal gorda. “Al atún a la plancha hay que echarle la misma sal que al chuleton, solo que la mitad”, me dijo un día el viejo Currito en su restaurante como un reino de la Casa de Campo de Madrid. También le espolvoreó unas motas de pimienta negra.

Ya en la mesa abro el tinto. Miro al horizonte. Ochenta kilómetros al frente diviso las Montañas de Felipe, que en un mediodía claro de primavera alta llegan en ráfagas de difusos colores apagados por la distancia. Kala se encarama en mi pierna; pide una pizca de algo. Le acerco hasta el hociquillo una rebanada de aguacate y anchoa; huele y observa con suma atención; un golpe de suave viento levanta la caída del toldo por donde se cuela un manojo de luz que le enciende sus pupilas agotadas y le graba el ojo de verde: ojo verde de caniche.