En el cine de verano comiendo palayas

BUENA DIGESTIÓN. “La barra del bar, cubierta por el manto verde de una higuera, suena a insistentes golpes de latón”

10 jul 2016 / 11:45 H.

A principios de los ochenta del pasado siglo, el rockero Loquillo cantaba con éxito que “los tiempos están cambiando sin remisión (...) la línea está trazada, la maldición está echada, vuestro tiempo ha pasado y el diablo está de nuestro lado”. Y tenía razón. España cambiaba a 300 por hora en todo menos en algunas cosas. Por ejemplo, no pudo tumbar del todo a los cines de verano o, mejor dicho, no pudo cambiarlos. Todo el mundo muda de piel y encara el tiempo nuevo con otros ánimos y distinta mirada. Los fantasmas del Roxy, con los que hablaba Serrat, fueron sepultados por el cemento de las oficinas bancarias y los cines migraron hasta vastos complejos comerciales alejados y ruidosos.

Pero aquellas vaharadas libres que barrían la caspa, traían otras modas e ideaban nuevas formas de codicia, no pudieron con los cines de verano o, al menos, no con todos. Y no sólo les fue imposible achatarrarlos, sino que ni siquiera le hicieron un rasguño a su manera de ser y plantarse en las ciudades y sus arrabales. Es cierto que la mayoría los cegó la riada de cambios, pero los que quedaron se mantienen incólumes como los viejas cocinas de pueblo de los años cincuenta donde la pobreza alcanzó a obtener su expresión más digna y kitsch.

La semana pasada después de numerosos intentos fallidos (el hombre es una hoja desprendida en manos del azar) pude al fin realizar ese viaje en el tiempo y la memoria para sumergirme junto a un grupo de amigos en la barriga de uno de estos cines de verano. Se trata del cine Lumiere, está en un extremo de Alboraya (Valencia), en mitad de la huerta o acaso se da codazos con otras industrias de la zona.

Realmente no llegué a saber dónde estaba situado: un enorme, lánguido y deslustrado paseo, una gasolinera llena de luz y un local de la policía a la vera... Pero el cine está en regla, tiene una autorización municipal por interés social.

A las diez menos cuarto aquello es un bullicio; la barra del bar a la entrada, cubierta por el manto verde de una higuera, suena a pequeños e insistentes golpes de latón, a roces sordos de vidrio y ajetreo de bocadillos y chapas volando. Enrique Riera que, junto a su hermano José, trasiegan con el cine de toda la vida, quiere enseñarnos la joya de la corona. Atravesamos la cocina: un vendaval de chicos y chicas preparando bocadillos entre hornos, sartenes, latas abiertas y olores nutritivos, y llegamos a la base de una escalera empinada y estrecha como la de un submarino (”a mí me gustan muchos las películas de submarinos, pero ahora casi no hacen” exclama KALY, mientras trepa por la escalera). Subimos. La perla que se nos anuncia es la nueva máquina de proyección allí aposentada, algo así como un artefacto del futuro hincado en un gallinero del XIX del que, claro, volaron las pitas hace tiempo.

Enrique nos describe a grandes rasgos la sofisticación allí instalada: “La máquina está conectada al parque tecnológico; las películas nos llegan por internet, aquí se almacenan, ordenan y programan para su exhibición. La calidad de imagen es enorme y del sonido no digamos”. Las primeras secuencias de las películas de hoy ya fascinan a la sala; el programa doble del sábado nos trae Independence Day y Dioses de Egipto. “De aquí no nos vamos hasta las tres de la madrugada”, se lamenta irónico Enrique.

Claro que no hemos venido al cine Lumiere de Alboraya para que nos asuste una invasión de marcianos y menos aún a aguantar la tabarra cavernosa de un hijo de Akenatón: estamos en el cine para cenar, tomar unos vinos y hablar de las cosas del día. Pero no es fácil huir, aunque estemos al otro lado de la tapia, de los invasores cósmicos; el sonido que emite la máquina y sus altavoces es tan fenomenal que en ocasiones nos bailan los papos y hasta las pantorrillas se estremecen.

Pero la barrera acústica que ofrecen dos fuentes de palayas es sorprendente; apurarlas hasta la raspa recién fritas es un antídoto contra toda amenaza. Mas, si la penúltima ráfaga de ametralladora galáctica aún llega a sorprendernos, ahí están la caballas en adobo que prepararon José Luis y Juanjo para la ocasión. Aquella salsa, que deja un rastro de aceite que es solo bálsamo sin aditivos, detiene cualquier invasión. Si, el cine de verano es de interés social, decenas de miles de personas hacen una inmersión en el mundo casi siempre feliz de la infancia, donde todo es fantasía, cuando acuden a él y se solazan.

Pronto algunos de estos lugares, cual trastos fantásticos a la deriva, serán propuesto para su catalogación como bienes inmateriales de la humanidad. Es que el cine...