Cocina con huevo

BUENA DIGESTIÓN. “Está tan a la mano como el pan y tiene la virtud sanadora del agua y da alegrías a los hombres”

25 sep 2016 / 11:16 H.

Siempre que tomo el bolígrafo para enderezar las primeras mimbres de ese cesto que es un artículo como el que ahora comienzo sobre la cocina y la vida, aparece de forma insospechada y muy potente la figura y la palabra de un producto básico de nuestra alimentación; se quiere colar como sea en los surcos de la redacción y durante un tiempo voltea en la vertederas de la tinta buscando afanoso su espacio. El pan, el aceite, la miel, la patata, el agua, la carne, la sal, el garbanzo, el huevo... están siempre dispuestos a aparecer en una línea o merodear por un párrafo, y darán la vida por ser los protagonistas de un comentario.

Les voy dando esquinazo de manera suave para que no se molesten en exceso y los embozo dentro de una receta, o varias, de las miles que conforman los regimientos de sabores que se alinean en nuestras cocinas. Pero hoy me ha vencido el huevo; se me ha subido a la chepa y ordena mi ánimo y mis dedos y empieza a tronar en estas líneas tal y como es: limpio, algo chuleta y único. Quién lo diría, pero se abre de capa en mi cabeza con un impulso lírico. Me dicta que al igual que escribió el poeta Luis Cernuda: “No me hables de amor si no vienes con un beso”, yo te digo que no escribas de cocina, de ninguna cocina del mundo, sin que yo desfile el primero por tu prosa”. Y recuerdo de inmediato la frase también rotunda que acabo de oír en boca del economista, divulgador y habilísimo polemista José Carlos Díaz: “No me digas que eso es economía cuando no traes ni una sola cifra”.

Relata también que está tan a la mano de todos como el pan y tiene la virtud sanadora del agua, pero da más alegrías a los hombres (y a los habitantes de los bosques, las sabanas y las taigas de la tierra) que ninguno otro alimento. Es el rey cuando se encarna en huevo de gallina de campo frito en aceite de oliva ardiente que churrasca su corona, un poderoso mago cuando hace que la humilde mayonesa sea ese manjar que se lleva a la boca impregnado en el dedo índice y el salvador porquero de los dioses al dejarse romper en un plato de barro para que su cuerpo, que da color a las mañanas del mundo, impregne de emoción y sabor el huerto o la magra allí troceados. Todos tenemos historias compartidas con el huevo; es ese humilde príncipe con el que se tropieza primero el estudiante lejos del velo de su casa familiar y el que socorre a los recién casados y los hambrientos. Es el alimento más fácil de manejar y el más sencillo de preparar. Tan exigua es su mecánica que a los negados o zotes en el fogarín se les despeña diciendo que no saben freír un huevo. Manejarse con él sobre los poyetes de las cocinas (ahora las islas) forma parte de las primeras lecciones del cocinillas, el egb del fogón.

Aunque como todo producto nuclear de la cocina no es ni inocuo ni tonto, tiene personalidad incluso en su átomo más remoto. Un huevo puede hacer que te salpique ardiente el aceite en el que lo fríes por impericia, descuido o miedo en el manejo de la paleta con que avías o el punto de temperatura del aceite. Un huevo cocido puede llegar a desesperarte al pelarlo; en esas ocasiones uno piensa que para hallar el punto ideal que hace que su cáscara se despegue mollar como la de una naranja, debemos pedir auxilio a una larguísima formula matemática. El huevo escalfado tiene tantas rarezas como el azar y para levantar una clara al punto de nieve se precisan más habilidades que la muy simple de batir bien.

Por mucho que lo malees, lo trates de esconder, diluyas o insultes, el buen huevo de campo siempre aparece; es de casta imperial como los aceites de Las Lomas o los mares verdes de Jaén; pelea para que las mejores salsas (hablo de la española o el mejor bechamel o la exquisita holandesa, no confundir con los centeneras de potingues chinos que nos venden aquí y que pecamos al llamarle salsas) no lo devoren y su cresta de sabor permanezca en el plato inhiesta hasta la última cucharada.

Como todo producto estrella que se precie de su nobleza y dignidad y, en su caso, su altísima demanda, tontea en ocasiones tanto con el fraude como choca con la norma. A consecuencia del maltrato que le ha dado el hombre codicioso y bandido nos ha regado de enfermedades y epidemias en no pocas ocasiones. Por ello las autoridades sanitarias tuvieron que atar corto a los que manejan su producción, comercio y venta y colocarle una línea de números en la elipse de su lomo para identificar su trazabilidad.

Así que desde hace un tiempo comemos huevos marcados, señalados, identificados y sumisos. Pena. Los otros, los huevos bucólicos de corral, esos limpios de todo número, pero no exentos de resto de cloaca en ocasiones, han desparecido o hay que buscarlos con esmero y silencio como el inimitable orujo gallego. Los últimos que comí fue en un restaurante, ya cerrado desgraciadamente, que se llamaba Paprika y estaba en Villanueva de la Vera. Eran unos huevos de un corral próximo solo para el consumo particular de las dueñas del restaurante. Les pedí que me frieran dos y se negaron: “No podemos servirlos en el restaurante, no traen número, son ilegales”. “Entonces cómo hacemos, no me decís donde los habéis comprado y nos me los servís en el restaurante”. Me regalaron una caja de seis. Todavía me acuerdo de aquellos huevos fritos con aceite de Martos con sus cinco o seis dientes de ajo bailando en aquel infierno amarillo y verde.