Un café, una ducha y ropa limpia

El centro de día de Cáritas “mantiene lejos de la calle” a los que no tienen techo

05 feb 2019 / 12:22 H.

Imagina que te echan de tu casa y te despiden del trabajo; que no te ayuda nadie de tu familia; que tu mujer y tus hijos no quieren saber de tí. Empiezas a dar vueltas, duermes en la calle y no posees nada, solo tu camiseta preferida, una que conservas desde hace veinte años. Piensa que, por fin, encuentras un sitio donde ducharte, pero que, como la camiseta está hecha polvo, la tienes que tirar, no te vas a vestir con una prenda que está fatal después de asearte, ¿no? ¿Te daría coraje?”. El que propone el ejercicio de inventiva es Pedro Pajares, responsable del Centro de Día de Santa Clara, un recurso de Cáritas para inmigrantes, personas con adicciones o que tienen graves dificultades para la reinserción social por falta de empleo, entre otras causas, en definitiva, como explica la propia entidad cristiana, aquellos que se engloban en el variopinto conjunto formado por los hombres y mujeres sin hogar. Para entender el ejemplo, lo mejor es ver “in situ” de lo que habla. En estas dependencias, acondicionadas para estar calentito o al fresco, según haga frío o calor, hay café y tostadas que desayunar y también se sirven cenas, nadie fuma, porque está tajantemente prohibido, salvo en el patio, y, con el estómago lleno, se puede uno sentar a ver la televisión o leer un libro en el salón social, mientras se espera a que la ropa se seque, después de meterla en la lavadora. Es muchísimo si se carece casi de todo.

“Estamos muy orgullosos de ofrecer esta posibilidad”, dice Pajares, que precisa que los que encuentran refugio en este espacio, pueden salir duchados, afeitados, echarse crema, algo muy importante para los que vienen de África, a los que el frío de Jaén les reseca la piel, y guardar sus pertenencias en las taquillas. “Lo que hacemos aquí es quitar horas de estar en la calle a los sintecho”, resume el “jefe” del centro, que es muy joven y que no se permite un momento para la relajación. Mientras explica el día a día de las instalaciones lleva un montón de cosas al retortero. En una de estas, Pujades, uno de los usuarios, comienza a ponerse nervioso porque sus únicas mantas, que tenía intención de lavar a máquina, siguen sucias. Con temple, sin levantar la voz, Pajares, que debe de tener la mitad de años que él, le explica que así no, que no va a llegar a ningún lado. “Date una vuelta, te relajas y luego vuelves. Has tratado mal a Francis, con el cariño que te tiene —se trata de Francisco Cruz, uno de los monitores—. No debes echarle la culpa, lo que ha ocurrido es que te has quedado dormido y no te has acordado de las mantas”, le argumenta. Incluso, amaga con llamar a la Policía. Las aguas vuelven a su cauce, como quien dice, en segundos, lo que dura la charla. “La verdad es que, llevamos más de tres años funcionando —el centro fue bendecido en octubre de 2015 y ya ha recibido a casi un millar de personas— y, como mucho, habrá habido tres trifulcas dignas de recordar”, afirma, para dejar claro que lo de Pujades no merece la pena ni ser mencionado. Para que quede más claro, apunta otro detalle: “Muchos de lo que acuden aquí tienen el síndrome de Korsakoff. Esto ocurre cuando se bebe mucho, al cerebro le falta un vitamina y esto produce una enfermedad que afecta a la memoria y, en ocasiones, genera agresividad”. Cuando se encuentra con Álvaro Montejo, coordinador del centro y responsable de la atención directa en la calle a los que carecen de techo, le cuenta lo ocurrido. “Se hace de querer, aunque cuando bebe...”, zanja. Por cierto que la lavadora es un electrodoméstico tan valioso es este “oasis” para los pobres que ni siquiera está a la vista, solo se intuye su existencia por el tendedero de plástico en el que hay ropa para que se seque.

“cosmopolita”. En el centro de día de Cáritas, que esta en el centro de Jaén, en uno de esos “cuestarrones” que le dan fama, en ocasiones, comparten espacio hasta una veintena de nacionalidades. Una mezcla que, si fuera de turistas en la Plaza de Santa María o el Castillo, daría para varios titulares y, a lo mejor, hasta alguna que otra rueda de prensa en la que sacar pecho por cómo la ciudad logra atraer visitantes. No es el caso, a los que acuden a este rincón tan cosmopolita los une la desgracia de no tener donde ir, por una u otra “hostia de la vida”, no las ganas de conocer el patrimonio. En el lenguaje de lo que asisten a los “casos límite”, el centro es “de baja exigencia”: ofrece atención inmediata a cualquier persona que quiera utilizar sus servicios, especialmente los de alimentación e higiene, por ejemplo, temporeros sin tajo.

Los que llegan derivados por Cáritas Interparroquial o por el equipo de calle se atienden con programas específicos, en definitiva, están más pendientes de ellos, por si acaso. “La mujer me engañó. Caí en el alcoholismo, tengo 2 hijos y 6 nietos y somos 8 hermanos. Yo no me voy a meter en casa de nadie ya, no es por ellos, es por no invadir su intimidad, cada uno tiene su hogar”, se presenta Pedro Ortega, uno de los que hace uso de “un acompañamiento “más integral”. En este caso, como era carpintero de profesión, a sueldo, se aprovechan sus habilidades para avanzar en su “camino a la reinserción”. Es muy mañoso y, con palés usados fabricó un juego de mesa y sillones para el patio que es digno de catálogo. En octubre hizo un lustro que vive en la calle, de ahí que, aunque con 57 años, aparente tener una treintena más, un deterioro físico al que contribuyó el “haber caído en el alcoholismo”. “He pasado más fatigas que el Lute”, reconoce y eso que, por lo menos, cuenta con el “consuelo” de haberse quedado en su tierra. “Mi padre decía que, pasarlo mal fuera, te quedabas donde has nacido y te conocen”, aclara. “Ahora estoy mejor y me ha tocado la lotería”, bromea. No es vaya a cobrar el Euromillón, es que le han arreglado una paga, de 400 euros, con la que, durante unos meses, podrá pagarse una pensión. Un cambio a mejor brutal.

Melchor es un conocido pintor de la capital que desayuna y cena en el centro de día. “Ha sido un poco de todo”, resume para explicar las razones de verse acogido. Después de su particular descenso a los infiernos, los que están pendientes de él en Cáritas creen que tiene más fácil salir del bache. Será clave que resulte bien una operación de cataratas que tiene pendiente y todos confían en que sea así. Mientras llega ese día, lo “tientan” para que se haga profesor del taller de manualidades que también acoge estas dependencias y que demuestre el gran talento que tiene. “Pues no te digo que no”, responde a la oferta.

“Decidí que no iba a robar más bancos y mira que era fácil, no te ponían ni una pega, yo he hecho atracos con un simple cuchillo de untar mantequilla”, aclara Julián Lozano que se come un bollito y tiene hechuras de rockero. Es una “víctima” de lo que define como “la cara oculta de los 80”, la que, apunta, trajo la droga, una realidad mucha más dura que la que, dice, se conoce gracias a Alaska y Almodóvar. “Del barrio de Salamanca a Vallecas todo el mundo se enganchó, era muy barato y estaba muy bueno. Yo caí a los 16. Iba a trabajar colocado”, relata. El consumo de estupefacientes, al final, sí le complicó la vida en la capital de España a este cordobés y, de Madrid, en lugar de irse al cielo, se fue a la cárcel. Mientras cumplía condena logró el traslado a la prisión que hay cerca de la capital de la Mezquita y, al terminar su pena, se vino a Jaén. “Llevó aquí dos meses, estoy en casa de un amigo y del centro me llevo libros, tienen una gran biblioteca”, apunta. Su ilusión es escribir uno. Quizás apueste por la autoficción, que está de moda, vivencias no le faltan.