A los cielos subí y a los infiernos bajé

Miguel Blesa, altivo ante la Justicia, pero golpeado con fuerza por la presión social

22 jul 2017 / 11:04 H.

Las cenizas de Miguel Blesa de la Parra fueron depositadas ayer en el cementerio de Linares, su ciudad natal. El personaje que él mismo forjó entre 1996 y 2010 al frente de Caja Madrid, se comió a la persona de este licenciado en Derecho de provincias que recaló en Madrid en la pasada década de los ochenta dispuesto a beberse la vida a tragantadas. El pasado miércoles, él mismo quiso ser responsable del final de su trayectoria humana y profesional. Pocos días antes de cumplir setenta años, buscó un rincón cinegético de Sierra Morena para acabar con su vida con un rifle de los muchos que usaba en su deporte favorito, la caza. Dado ese donjuanismo de banquero moderno, conservador y galán que él mismo alimentó que le proporcionó portadas deslumbrantes en la prensa del corazón, podrían cuadrarle como epitafio las palabras de Don Juan en el “Tenorio” de Zorrilla : “Por donde quiera que fui /, (...) Yo a las cabañas bajé, / yo a los palacios subí, (...) / y en todas partes dejé/ memoria amarga de mí.” El exdirector de Caja Madrid, galardonado como el mejor banquero de España en 2005, transitó con altiva prestancia los caminos tanto los caminos del poder y de la gloria como el que lo llevó de su domicilio hasta los juzgados. Para dar fin a su vida no eligió Madrid, la ciudad que fue su gloria y su corona, siguiendo el castizo refrán, “de Madrid, al cielo”. Eligió los pagos de la sierra, no lejos de la ciudad de su cuna y su tumba, que tantos trofeos de caza le ofreció.

Con su altiva prestancia no tuvo miedo a las togas, aunque no pudo soportar la presión social de los insultos que recibía a diario por parte de quienes fueron víctimas de sus desvaríos financieros y bancarios. Nació en Linares el 8 de agosto de 1947, cuatro meses después de que naciera en la misma ciudad el afamado torero Sebastián “Palomo Linares” y cuando un niño de tres años, nacido cerca de su casa familiar, corría por aquellas calles linarenses de posguerra, Rafael Martos Sánchez , “Raphael”. Veinte días después de su nacimiento, muy cerca de su casa natal, en la calle Cervantes, un toro daba muerte al afamado diestro Manuel Rodríguez, “Manolete”. Su casa estaba en la céntrica calle Cervantes, frente al teatro del mismo nombre. Su padre, Miguel, era un prestigioso abogado, bien situado y conocido, hijo de un médico muy apreciado en la ciudad. Su madre, Dolores de la Parra, oriunda de la localidad serrana de Orcera, era una mujer de fuertes convicciones religiosas que dedicó sus últimos años de vida a la organización “Manos Unidas” y a una intensa labor de ayuda a los desfavorecidos. En su ajado semblante mediático de los últimos años, siempre percibí cierta ósmosis del gesto de sus progenitores, el altivo talante de su padre y la sonrisa serena de su madre, algo que se apreciaba en él más que en sus cuatro hermanos, una de ellas, aquejada de una grave enfermedad.

Desde Linares, el joven Miguel hizo la maleta y siguió la ruta de otros muchos acomodados jóvenes de la generación del desarrollismo franquista, recalando en Granada para estudiar Derecho en su Universidad, residiendo en el elitista Colegio Mayor “Loyola”. Aquel joven estudiante, apuesto, brillante y bien relacionado, que ya apuntaba maneras, no quedó deslumbrado, como tantos otros jóvenes de buena posición, por los aires que llegaban del Mayo del 68 francés o las corrientes izquierdistas. Con su títuo de licenciado en Derecho bajo el brazo, llegó a Madrid para seguir estudiando en la preparación de oposiciones al cuerpo de Inspectores Fiscales del Estado, oposición que logró remontar junto a un compañero y amigo de entonces, José María Aznar, posterior presidente del gobierno y valedor del linarense en su carrera profesional posterior.

Tras especializarse en derecho fiscal, hizo sus pinitos en el bufete de abogados “Blesa-Colemanr y Guío”, que abrió en 1986 y del que salió unos años más tarde para iniciar su rauda carrera hacia el universo de los logaritmos bancarios; de las sumas y los haberes; de las inversiones financieras y los intereses elevados para unos y blandos para otros. Y una mezcla de orgullo y ambición, algo común en otros muchos personajes de la época, se fue metiendo en su cuerpo como una hiedra perversa y lasciva que fue le hizo trepar desde 1993, como consejero de Caja Madrid hasta lograr la presidencia de la entidad del oso y el madroño en 1996, el mismo año en el que era elegido su viejo amigo Aznar presidente del Gobierno.

Se mantuvo al frente de la caja madrileña, a la que accedió con los votos del PP y de comunistas y sindicalistas de CC OO, hasta 2010. Fueron casi tres lustros en los que Miguel saboreó el meteórico ascenso y el vértigo de la caída. Osado y valiente; más experto en las leyes fiscales que en las engañosas leyes de la banca, gracias al apoyo del falmante presidente Aznar, luchando contra viento y marea no solo ante entre la competencia del sector, sino también entre las navajadas internas del partido de la gaviota, voló alto, muy alto hasta que la crisis financiera y económica de aquellos años de los “brotes verdes” de Zapatero , cortaron su vuelo y lo encaminaron a terrenos pantanosos que acabaron por hundir la entidad y su trayectoria profesional. Quiso ser un corrector del perfil de banquero exitoso de Mario Conde y acabó ocupando portadas de la prensa rosa y de las crónicas de tribunales. Su caída desde los altos de las torres de Chamartín hasta los agrestes campos de chaparros y jaras de la serranía cordobesa, pasará a la historia de este país.

No lejos de su tumba reposan los restos de otra famosa linarense, Natalia de Castro, la modelo que tuvo Romero de Torres para pitar su “Piconera” y que largos años figuró estampada en los billetes de cien pesetas. Natalia regresó, pobre y sin recursos, a Linares en los años cincuenta y tuvo que pedir limosna para comer y comprar las medicinas de su marido, “El Pavo”. Pasado el tiempo recordaría cómo nunca vio un billete con su cara en las limosnas que le echaban a las puertas del cine Cervantes. El entonces niño Miguel Blesa debió verla alguna vez al salir de su casa, situada en la acera de enfrente del mítico teatro linarense.